El salón de los truenos era más antiguo que el propio rayo.
Allí, donde los dioses se sentaban en círculo a decidir el destino de mortales y mitos, las paredes estaban hechas de historia sólida. Cada decisión tomada aquí había moldeado el mundo. Pero ahora, el mundo venía a juzgarlos a ellos.
Y en el centro del círculo, sola pero erguida como una lanza plantada en la tierra, estaba Aióna.
Frente a ella, Zeus.
Detrás de él, todos los rostros del poder: Hera, Atenea, Apolo, Artemisa, Deméter, Dionisio, Ares, Hestia… incluso Hades había subido del Inframundo.
Todos la miraban.
Algunos con miedo.
Otros con culpa.
Y unos pocos… con esperanza.
Zeus rompió el silencio.
—No estás en los libros. No estás en los himnos. No estás en los templos. ¿Con qué derecho estás aquí?
Aióna dio un paso adelante.
—Con el derecho de quien nunca fue vista, pero nunca dejó de existir.
Un trueno retumbó desde las paredes. Pero esta vez, no era Zeus.
Era el Reloj del Juicio, despertando.
Una reliquia sellada por Cronos antes de su caída. Una esfera de bronce suspendida en el aire, sin manecillas. Solo giraba cuando el tiempo debía rendir cuentas. Hacía milenios que no se activaba.
Ahora lo hacía.
Y cada vuelta que daba… borraba una mentira del pasado.
Aióna alzó la voz. No temblaba.
—Fui concebida como equilibrio. Una hija que no pertenecía al dominio de la guerra, ni al del mar, ni a la cosecha. Mi poder era otro: tejer lo que fue y lo que será.
Atenea bajó la vista. Lo recordaba. Un cuarto hilo en el telar de las Moiras. Un hilo que una vez vio… y luego desapareció.
Aióna prosiguió:
—Mi madre, Rea, me escondió para protegerme. Mi padre, Cronos, me descubrió y no me devoró: me encerró dentro de sí mismo. Me convirtió en prisión. Me hizo la carcasa de su tiempo detenido.
Zeus entrecerró los ojos. El poder que ella emitía no era de una simple titánide. Era algo más antiguo que su reinado. Era raíz. Era núcleo.
—¿Qué buscas entonces? —preguntó, su voz más suave que de costumbre.
—Justicia —respondió Aióna—. Y verdad. No para castigar… sino para recordar lo que ustedes borraron.
La esfera del juicio giró una vez más.
Y entonces, los muros comenzaron a hablar.
Imágenes flotaron en el aire como humo:
Una cuna cubierta por ramas.
Un llanto nunca respondido.
Rea sangrando en silencio.
Cronos abriendo el suelo y arrojando algo… al olvido.
Los dioses miraban. No podían apartar la vista. El Reloj mostraba aquello que habían suprimido, incluso dentro de ellos.
Hera habló. Su voz, por primera vez en siglos, no sonaba segura.
—¿Qué propones, entonces?
Aióna se giró hacia todos. Su sombra parecía proyectar las constelaciones perdidas.
—No vengo a gobernar. Vengo a construir lo que ustedes olvidaron: un panteón para los sin nombre. Para los mitos no contados. Para las diosas que fueron silenciadas. Para los hijos que no fueron salvados.
Un lugar donde el tiempo no sea lineal ni patriarcal. Donde el origen no sea una herida… sino una promesa.
Zeus apretó el rayo.
Aióna no se inmutó.
Y en ese momento… el Reloj del Juicio se detuvo.
En su centro apareció una manecilla por primera vez.
Y marcó una sola hora:
La hora cero.
Un nuevo ciclo.
El comienzo después del fin.
Fuera, los árboles florecieron antes de su estación. Las aguas fluyeron al revés durante un segundo. Los templos crujieron… y luego se inclinaron, no en ruina, sino en reverencia.
Aióna bajó la mirada.
Sabía que no todos los dioses aceptarían esto. Algunos pelearían. Otros se irían. Pero el juicio estaba hecho.
La hija del tiempo había hablado.
Y el mundo… la había escuchado.