Las puertas del Olimpo se cerraron tras ella, no con furia… sino con miedo.
Aióna no huyó. Eligió irse.
Sabía que las estructuras no se rompen desde dentro sin que primero haya grietas por fuera.
Y ella estaba por sembrarlas.
Caminó por el mundo antiguo.
No el que aparece en los mapas, sino aquel tejido entre mitos silenciados.
Allí donde las ofrendas se marchitaron sin ser recogidas. Donde las voces eran susurros sin eco. Donde las historias nacieron… pero nunca fueron contadas.
Fue allí donde encontró al primero.
𓂀 Ankhet, la Diosa del Eco de las Madres
En un desierto olvidado por los faraones, una figura tejía con arena y luto.
Su cuerpo era delgado como una promesa rota.
Sus ojos, tan antiguos como el Nilo cuando aún no sabía fluir.
—Tú no perteneces a Egipto —le dijo Aióna.
—Nadie me dio un lugar —respondió Ankhet, sin dejar de tejer—. Yo era el aliento entre los partos, el grito no pronunciado, el último pensamiento de cada mujer antes de morir por dar vida.
Aióna se arrodilló frente a ella.
—Tu nombre ha sido borrado.
—Entonces, ¿cómo me recuerdas?
Aióna sonrió con tristeza.
—Porque yo soy la guardiana de lo que no se dijo.
Ankhet alzó la mirada. Y por primera vez en milenios… aceptó ser vista.
—¿Dónde está mi altar?
—Aún no existe —dijo Aióna—. Pero vamos a construirlo juntas.
Y así, Ankhet se convirtió en la primera del nuevo panteón.
En los meses siguientes, Aióna viajó sin descanso.
Recolectó de cada rincón del mundo dioses caídos, mitos fragmentarios, espíritus condenados por no encajar en la cosmogonía del orden establecido.
Cada uno tenía su historia:
Threnos, el dios menor del llanto contenido.
Iskura, criatura celestial de alas rotas, expulsada del cielo por amar a un dios del caos.
Mnéara, protectora de los niños no nacidos, guardiana de los nombres que nunca llegaron a pronunciarse.
Y Volkar, un semidiós del fuego de las forjas, renegado por no querer construir armas.
Los dioses del olvido.
Los huérfanos del mito.
Pero no todos los encuentros fueron bendiciones.
En las ruinas de una civilización sin nombre, Aióna fue observada.
Desde un lugar fuera del tiempo, una entidad antigua —más vieja que Cronos, más profunda que el abismo— la contemplaba con ojos que no parpadeaban.
No era un dios.
Era la Negación.
La fuerza que impide recordar. Que devora los relatos no contados. Que se alimenta del silencio impuesto. Un ser que se había mantenido fuerte mientras el olvido reinaba.
Y ahora… temía a Aióna.
Porque ella estaba rompiendo el silencio.
—¿Crees que puedes crear sin ser devorada? —le susurró la Negación, desde todos los vientos a la vez.
—No vine a crear —respondió Aióna, sin detenerse—. Vine a desenterrar lo que tú escondiste.
Y con cada paso que daba, el mundo sentía algo nuevo.
No un temblor.
No un milagro.
Sino algo mucho más profundo:
La restauración de la verdad.
La Última del Tiempo ya no caminaba sola.
Ella lideraba un cortejo de memorias.
Un ejército de lo no contado.
Y el mundo… estaba a punto de recordar.