La noche llegó sin luna.
Como si incluso Selene temiera presenciar el encuentro.
Ēnalith se detuvo frente al lago de obsidiana, donde el reflejo no devolvía rostros, sino culpas.
Allí la esperaban los tres hilos entrelazados por las Moiras.
Uno rojo, uno negro y uno blanco.
Pasado, vacío, y posibilidad.
Al tocarlos, el tiempo dejó de girar.
Y el llamado comenzó.
Cronos no tenía un templo.
Su nombre no era rezado, sino susurrado con miedo.
Pero su voz seguía viva, dormida en las venas de la eternidad, y cuando Ēnalith la invocó, despertó.
Un viento espeso se alzó desde el fondo del lago.
Y entonces habló:
—Hija mía.
—La que no debió tener nombre.
—¿Has venido a vengarte?
Ēnalith respondió, firme:
—No.
—He venido a recordarte.
El mundo tembló.
Porque nadie jamás había dicho eso a Cronos.
El titán del tiempo.
El devorador de destinos.
El que tragó a sus hijos para que no lo destronaran.
Y sin embargo, aquí estaba su hija —la que nunca debió sobrevivir— devolviéndole algo peor que la guerra:
el espejo de lo que fue.
Cronos emergió.
No como un gigante.
No como un monstruo.
Como un anciano desgastado por siglos de repetición.
—¿Para qué despertar lo que el universo prefirió enterrar? —preguntó él.
Ēnalith caminó hacia él, sin temor.
—Porque mientras tú olvides, el mundo seguirá repitiendo tus errores.
—Porque hay más hijos tuyos en los abismos del tiempo.
—Y porque yo… también soy tú.
Lo que fuiste antes del miedo.
Cronos se estremeció.
—Yo fui devorado por el destino antes de devorarlo —susurró, bajando la mirada—.
—Yo no quería tragarlos. Solo detener el fin.
Ēnalith puso su mano sobre su pecho.
Y por primera vez en la eternidad, el titán del tiempo sintió latir su culpa.
—No quiero destruirte, padre.
—Quiero sanarte.
El lago se abrió.
Y ambos descendieron a la Cámara de los Ciclos Rotos.
Un lugar hecho de relojes quebrados y calendarios sin fechas.
Allí, Ēnalith mostró a Cronos los fragmentos del nuevo mundo:
La niña que recuperó su voz.
El dios menor que fue amado por fin.
La historia que nunca más se escondería.
Cronos lloró sin lágrimas.
—No supe detener el tiempo —dijo—. Solo supe temerlo.
Ēnalith lo abrazó.
Y el titán, por primera vez, no tragó. No huyó. No destruyó.
Escuchó.
Cuando salieron del abismo, algo había cambiado.
Ya no eran titán e hija.
Eran tiempo y restauración.
Pasado y redención.
Y en el cielo, la luna volvió a mostrarse,
como si diera su bendición.
Desde entonces, se dice que Cronos no gobierna el tiempo.
Solo lo custodia.
Porque Ēnalith le enseñó que incluso lo más roto puede transformarse,
si se le da un nombre y una segunda oportunidad.