Los cielos se oscurecieron sin tormenta.
El Olimpo no enviaba rayos, sino convocatorias.
Y la destinataria era clara:
“Ēnalith, nacida en el silencio, aparecida del abismo, restauradora del no-tiempo:
comparece ante el Consejo Divino.”
La carta ardía sin consumir el pergamino.
No era una invitación.
Era una orden envuelta en miedo.
El Olimpo ya no gobernaba con autoridad, sino con inseguridad.
Zeus sentía el poder resbalarse entre sus dedos.
Atenea debatía consigo misma si sabiduría era conservar o permitir cambio.
Hera observaba en silencio, más madre que reina.
Y Apolo… componía un himno que aún no se atrevía a cantar.
Ēnalith ascendió los peldaños del monte con paso sereno.
Llevaba consigo una sola cosa:
Una vasija con agua del jardín de los no nacidos.
Y dentro, una semilla.
El juicio se celebró en el Salón de los Ecos Eternos.
Un lugar donde cada palabra pronunciada reverbera para siempre.
—Se te acusa —dijo Zeus— de alterar el tejido de la divinidad.
—De otorgar voz a lo que no fue llamado.
—De desafiar las jerarquías sagradas.
Ēnalith sonrió.
—No he alterado nada.
—Solo he recordado lo que ustedes olvidaron con conveniencia.
Atenea tomó la palabra.
—Si todo tiene voz, ¿qué distingue a un dios de una historia cualquiera?
Ēnalith respondió:
—Nada.
—Y eso es lo que más temen.
—Porque si todos los olvidados son recordados…
ustedes ya no son los únicos inmortales.
El Olimpo estalló en murmullos.
Pero entonces se alzó una figura inesperada:
Hestia.
La diosa del hogar, siempre relegada al fondo del mito.
—Yo recuerdo cuando los dioses aún sabían cuidar —dijo con voz suave pero firme—.
—Ēnalith no destruye el orden.
Lo completa.
Y desde las sombras, surgieron otros apoyos.
Perséfone, con su corona de estaciones, dijo:
—Ella no raptó el mundo. Lo abrazó.
Dionisio, con copa en mano, añadió:
—El caos también tiene belleza.
Y finalmente, Cronos, antiguo enemigo y ahora redimido, se presentó.
No como acusador.
Sino como testigo de su propia redención.
—Si ella pudo recordarme… tal vez merezca ser quien guíe lo que viene.
Zeus guardó silencio.
Luego, miró la semilla que Ēnalith depositó en el centro del salón.
De ella brotó una flor desconocida.
No divina.
No mortal.
Nueva.
—¿Qué es esto? —preguntó Atenea.
—Una historia sin dueño —respondió Ēnalith—.
—La primera de muchas.
Al final, no hubo condena.
Tampoco absolución.
Solo un repliegue del Olimpo hacia su propio espejo.
Porque el juicio más temido por los dioses…
no era el de Ēnalith.
Era el del mundo que ya no los necesitaba como antes.
Desde entonces, se dice que el Consejo Divino no desapareció…
solo quedó en pausa, mientras el nuevo tiempo brota.
Un tiempo con múltiples voces.
Con memorias restauradas.
Con Ēnalith… como guardiana de lo no contado.