No todas las historias llegan completas.
Algunas nacen partidas.
Otras se pierden a medio hilo.
Y otras nunca logran siquiera comenzar.
Ēnalith lo sabía.
Por eso fundó la Biblioteca de Fragmentos.
No en piedra ni mármol.
Sino en un espacio entre realidades:
donde el olvido se deshace
y la memoria florece sin permiso.
Allí no hay estantes.
Hay constelaciones de recuerdos.
Cada fragmento es una chispa suspendida en el aire,
esperando que alguien la nombre, la escuche,
la complete.
✦ El diario inacabado de una madre que murió antes de conocer a su hijo.
✦ La canción que un poeta escribió para un amor que nunca correspondió.
✦ El sueño de un planeta que jamás se formó.
Todo vive allí.
Nada se desecha.
Porque nada es demasiado pequeño para ser sagrado.
Los primeros en llegar fueron los Invisibles.
Ellos cuidaban los fragmentos como jardineros de luz.
Cada uno encontraba en los retazos una parte de sí.
Sael, el dios de los ecos, susurraba los finales que otros no quisieron contar.
Inira, la guardiana del casi, tejía los relatos incompletos con hilos de posibilidad.
Y Ēnalith… caminaba en silencio entre ellos,
registrando cada nota, cada línea suelta,
como si su existencia dependiera de eso.
Porque lo hacía.
Un día, un fragmento cayó al suelo.
Nadie supo de dónde vino.
Era una hoja en blanco.
Pero al tocarla, Ēnalith vio:
—Una vida que aún no había comenzado.
—Un amor aún no encontrado.
—Una historia que solo podía escribirse con valentía.
Entonces comprendió algo que ninguna diosa antes había dicho:
Los fragmentos no necesitan ser completados.
A veces, solo basta preservarlos.
Y así, la Biblioteca creció.
No como una colección de respuestas,
sino como un coro de preguntas sagradas.
Personas empezaron a soñar con ella.
Niños que buscaban cuentos.
Ancianos que deseaban recordar.
Almas perdidas que anhelaban ser parte de algo, aunque no supieran de qué.
Y al despertar,
tenían en las manos algo brillante, algo leve:
una palabra, una imagen, un sentimiento…
Un fragmento suyo que Ēnalith les había devuelto.
Los dioses antiguos la visitaban en secreto.
Atenea dejaba pergaminos de dudas sin resolver.
Hermes colocaba palabras huérfanas dentro de cápsulas de viento.
Hera lloró ante el fragmento de un hijo que nunca tuvo tiempo de abrazar.
Y Ēnalith no los juzgó.
Solo los escuchó.
Porque en ese lugar no hay jerarquías.
Solo partes que buscan pertenecer.
Al final del capítulo, Ēnalith guarda su propio fragmento:
Un recuerdo de su niñez dentro de Cronos.
Sin luz.
Sin lenguaje.
Solo un latido:
el primer intento de amar incluso en el vientre del miedo.
Ella lo deja flotando, sin título, sin cierre.
Porque la Biblioteca no es el final de nada.
Es el refugio de todo lo que aún puede ser.