—Cómo le odio —digo, apenas en un susurro. Pero el eco de la cueva lo amplifica, y la oscuridad parece burlarse de mí. Mis brazos, como si fueran de otra persona, se aferran con más fuerza a su cuerpo. Siento la tensión de sus músculos bajo mis manos, el calor que emana de su piel a pesar de lo pálido que está. La sangre, espesa y cálida, mancha sus costillas, tiñendo de carmesí el trapo improvisado con el que trato de detener la hemorragia.
Está inconsciente. Sus labios, esos que siempre están curvados en una sonrisa arrogante que tanto detesto, ahora están entreabiertos, temblorosos, respirando con dificultad.
—Encima boba de mí y le salvo la vida —murmuro con amargura. Mi voz apenas logra disfrazar la punzada de culpa que se me clava en el pecho.
La tormenta nos arrastró hasta aquí, hasta esta cueva lúgubre que ahora nos encierra. Las ropas empapadas tuvieron que desaparecer antes de que el frío nos matara. No hay fuego, solo la tela que compartimos y el calor que chocamos contra la humedad helada.
—Aunque, claro, él acabó herido por protegerme.
Mi mirada vaga por la penumbra. Los recuerdos me emboscan, nítidos, despiadados. La hoja de la espada destellando en el aire, directa a mi garganta. Él, interponiéndose sin dudar. El filo hundiéndose en su costado, un sacrificio que fue mío y terminó siendo suyo. ¿Qué clase de idiota hace algo así? ¿Por alguien que le odia?
El sonido de la lluvia es lo único que rompe el silencio. Respiro hondo, intentando controlar el caos que me consume. El frío me cala hasta los huesos, pero no puedo distraerme. Sus heridas no van a curarse solas. Hurgo entre nuestras escasas pertenencias, buscando algo, cualquier cosa, que me ayude a mantenerlo vivo.
—No te atrevas a morirte —mi voz tiembla, y no sé si es de rabia o de algo más profundo, algo que no quiero admitir—. Si alguien va a matarte, seré yo.
Nada. Su respiración sigue siendo débil. El miedo se enrosca en mi garganta, pero me acomodo contra su cuerpo de nuevo, tratando de mantenerlo caliente. Qué absurdo es todo esto: enemigos mortales, ahora dependiendo el uno del otro para sobrevivir.
Reviso la herida con manos temblorosas. La tela improvisada apenas retiene la sangre. De vez en cuando, su cuerpo se sacude con espasmos, como si incluso inconsciente se negara a rendirse. Esa lucha me contagia; no puedo dejarlo ganar esta batalla. No todavía.
—Eres un idiota, ¿lo sabías? —susurro. La voz se me quiebra al final, pero sigo hablando.
El eco me devuelve mis palabras, burlón. Las gotas que caen desde el techo de la cueva marcan un ritmo cruel, un recordatorio del tiempo que pasa. Y yo, aquí, sin idea de cómo salvar a alguien.
Recuerdo la daga que llevé atada al muslo durante nuestra huida. Tiemblo al sacarla y cortar un trozo más grande de mi camisa. El frío me golpea cuando expongo mi piel, pero no me importa. Su sangre sigue brotando, su piel se enfría cada vez más, y sus labios comienzan a teñirse de azul.
Mi enemigo. Mi salvador.
¿Cómo he llegado aquí?
Cuando termino de reforzar el vendaje, dejo caer la daga a un lado y me obligo a mirarlo. Ahora, sin sus gestos altivos, parece casi humano. Vulnerable. Me inclino hacia él, buscando desesperadamente algún signo de mejoría. Nada. Su pecho apenas se mueve, y el miedo me recorre como un látigo helado.
En un arrebato, tomo su mano. Está fría como el hielo, demasiado fría. Aprieto mis dedos contra los suyos, un gesto impulsivo, desesperado. Mi calor no será suficiente, pero no quiero soltarlo. Cierro los ojos, permitiéndome sentirlo todo de golpe: el cansancio, la rabia, la confusión. Y el miedo. Ese miedo helado que me atraviesa cuando pienso en perderlo.
Un leve gemido escapa de sus labios. Es tan tenue que pienso haberlo imaginado, hasta que veo cómo su rostro se contrae. Su pecho sube apenas un poco más profundo. Un nudo en mi garganta me deja sin aire.
—¡Hey! —Lo sacudo suavemente. Temo hacerle daño, pero estoy desesperada por confirmar que sigue aquí, conmigo—. Vamos, no te atrevas a rendirte ahora.
Sus ojos se entreabren, solo un poco, pero es suficiente. El gris tormentoso de su mirada me observa, confuso, velado por el dolor. Pero ahí está.
—No tan... fácil de matar, ¿eh? —murmura. Su voz es apenas un hilo, pero suficiente para arrancarme una risa nerviosa.— ¿Por qué? —balbucea.
—Porque soy idiota, supongo —respondo con un sarcasmo que no logra ocultar el temblor en mi voz—. Ahora cállate y ahorra energías. Y no te atrevas a cerrar los ojos otra vez, ¿me oyes?
Una risa áspera, rota, brota de sus labios.
—Siempre tan... posesiva...
Lo suelto de golpe, sintiendo cómo el calor sube a mis mejillas. ¿Posesiva? Este hombre debe estar delirando.
—Debería dejarte morir aquí —digo, mientras reviso nuevamente la herida—. Sería lo justo después de todo lo que has hecho. Pero, por alguna razón estúpida, estoy aquí tratando de salvarte.
La cueva sigue inmersa en penumbras, y el eco de mi voz desaparece entre el goteo del agua. Él no responde. Tal vez no tiene fuerzas, o quizá solo está agotado de sus propios sarcasmos. Aun así, sigo hablando, porque el silencio me aterra más que sus palabras.
—No te creas que esto cambia nada —susurro, ajustando con cuidado el vendaje—. Si sales de esta, seguiremos siendo enemigos.
Lo digo más para mí que para él. Una advertencia. Un recordatorio de quién es realmente. Y quién soy yo.
FLASHBACK
El calor del fuego crepitando en la chimenea apenas lograba aliviar el frío que sentía en el pecho aquella noche. Mi hermano, enfundado en su vieja armadura, ajustaba las correas con movimientos lentos y meticulosos mientras yo lo observaba desde el umbral. Para mí, él siempre había sido más que un simple guerrero: era mi héroe, mi ancla en medio del caos que la guerra había traído a nuestras vidas.
—Prométeme que regresarás —susurré, con la voz temblando, como si temiera que al decirlo rompiera algo sagrado.