La Ultima Guardiana

CAPITULO 1

—Cómo le odio—susurré al vacío de la oscuridad.

Las palabras escaparon de mis labios, como una confesión prohibida. La cueva las devoró con voracidad antes de devolverlas amplificadas, burlonas, multiplicadas por ecos que me reprocharían mi propia contradicción. Mi boca pronunciaba odio mientras mis brazos —traidores, ajenos a mi voluntad— se aferraban a su cuerpo con una desesperación que me avergonzaba.

Bajo la yema de mis dedos sentí la tensión de sus músculos, rígidos por el dolor y el esfuerzo. Su piel, que debería estar fría tras horas en esta caverna helada, aún irradiaba un calor febril que contrastaba cruelmente con la palidez mortal de su rostro. La sangre brotaba entre mis manos temblorosas, espesa, caliente, viva. Manchaba sus costillas, empapaba el trapo improvisado que había arrancado de mi propia camisa, y teñía todo de ese carmesí que ya conocía demasiado bien. El color de la guerra. El color de la muerte.

Estaba inconsciente. Completamente a mi merced. Sus labios —esos mismos labios curvados en esa sonrisa arrogante e insufrible que me hacía hervir la sangre— ahora temblaban entreabiertos, buscando aire con jadeos superficiales y desiguales. Cada respiración era una batalla. Cada inhalación, una victoria incierta.

—Encima boba de mí, y le salvo la vida—murmuré con una amargura que me supo a ceniza en la lengua.

Mi voz apenas logró disfrazar la punzada de culpa que me atravesaba el pecho como una estocada certera. Porque la verdad era más compleja que el odio que proclamaba. Mucho más retorcida. Más dolorosa.

La tormenta nos había arrastrado hasta esta cueva. Castigo divino o prueba cruel del destino, convertido en refugio y prisión simultáneamente. Las paredes rezumaban humedad, el aire olía a piedra antigua y musgo, y el frío penetrante nos había obligado a despojarnos de las ropas empapadas antes de que la hipotermia nos matara. Sin fuego que nos salvara, solo nos quedaba el calor precario de nuestros cuerpos y la tela húmeda que compartíamos. Todo lo que se interponía entre nosotros y la muerte helada.

—Aunque claro...—mi voz se quebró levemente—. Él ha acabado herido por protegerme.

Mi mirada se perdió en la penumbra danzante de la cueva, donde las sombras cobraban vida propia. Los recuerdos me emboscaron sin piedad, nítidos y crueles: el destello plateado de aquella espada cortando el aire, dirigida con precisión mortal hacia mi garganta. El tiempo se detuvo. Mi corazón se congeló. Y entonces, él. Se interpuso sin dudarlo, sin vacilar ni un instante. El filo se hundió profundamente en su costado con un sonido nauseabundo —carne rasgándose, hueso crujiendo—. Un sacrificio que debía ser mío y terminó siendo suyo.

¿Qué clase de idiota hace algo así? ¿Qué clase de hombre se arroja ante una espada para proteger a alguien a quien no conoce?

El tamborileo constante de la lluvia exterior era lo único que rompía el silencio opresivo de la cueva. Cada gota sonaba como un tic-tac de reloj, marcando el tiempo que se agotaba. Inspiré hondo, llenando mis pulmones de ese aire húmedo y pesado, intentando dominar el caos que me consumía por dentro. Sus heridas no iban a cerrarse por arte de magia. No había tiempo para perderse en filosofías ni contradicciones. Hurgué entre nuestras escasas pertenencias con movimientos frenéticos, desesperada por encontrar algo —cualquier cosa— que pudiera mantenerlo vivo.

—No te atrevas a morirte—mi voz surgió temblorosa, cargada de una emoción que no supe descifrar. ¿Rabia? ¿Miedo?—. Si alguien va a matarte, ese privilegio me corresponde.

Silencio. Su única respuesta: una respiración cada vez más débil, más irregular. El miedo me enroscó la garganta, apretando, sofocando. Me acomodé con cuidado contra su cuerpo malherido, mis brazos intentando conservar ese calor vital que amenazaba con escaparse. Qué absurdo resultaba todo: enemigos mortales, mi venganza, ahora dependiendo el uno del otro para sobrevivir a la noche más larga.

Mis manos, aún temblorosas por el frío y la adrenalina, inspeccionaron la herida con torpeza. La tela improvisada apenas contenía el flujo constante de sangre. Su cuerpo se sacudió con espasmos violentos, como si incluso sumido en la inconsciencia se negara a rendirse ante la muerte que lo acechaba. Esa lucha silenciosa y testaruda me contagió su determinación. No podía permitir que perdiera esta batalla. No ahora. No así.

—Eres un idiota, ¿lo sabes?—susurré contra su hombro.

La voz se me quebró al final de la frase, pero seguí hablando de todas formas, porque el silencio absoluto me aterraba infinitamente más que cualquier palabra que pudiera pronunciar. Hablar significaba que aún estábamos vivos. El silencio significaba rendición.

Con manos torpes desenvainé mi daga y corté otro trozo de mi camisa. El frío mordió mi piel, clavando agujas de hielo en cada centímetro expuesto. Pero no importaba. Nada importaba excepto detener esa hemorragia. Su sangre seguía brotando, oscura. Sus labios empezaban a tornarse azules.

Mi enemigo. Mi salvador.

Al terminar el vendaje —tosco, improvisado— dejé caer la daga con un ruido metálico que resonó en la caverna. Lo miré, estudiando su rostro. Sin sus gestos altivos, sin esa máscara de superioridad, parecía casi humano. Vulnerable. Real. Me incliné sobre él, buscando algún signo de mejoría, alguna señal de que mis esfuerzos no eran en vano. Nada. Su pecho apenas se movía.

En un impulso incontrolable, tomé su mano entre las mías. Fría. Helada tanto o más que el hielo que cubría la entrada de la cueva. La apreté con fuerza entre mis dedos temblorosos. Un gesto desesperado y probablemente inútil. Mi calor no bastaría para devolverlo a la vida —lo sabía con dolorosa certeza—, pero no quería soltarlo. No podía.

Cerré los ojos y me permití sentirlo todo de golpe, sin filtros ni defensas: el cansancio que arrastraba hasta los huesos, la rabia que aún ardía en mi pecho, la confusión que nublaba cada pensamiento. Y por encima de todo, el miedo. Ese miedo que me sacudió entonces como un látigo helado, arrancándome un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío de la cueva.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.