El instante en que cruzamos el perímetro invisible del campamento militar, sentí el cambio. No fue algo que pudiera ver claramente en la oscuridad y la lluvia torrencial, sino algo que se percibía en el aire mismo, una presencia colectiva que se materializó a nuestro alrededor. Las miradas. Docenas de ellas, clavándose en mí desde todas direcciones como dagas lanzadas con precisión quirúrgica.
Los soldados que patrullaban el campamento se detuvieron en seco al vernos aparecer de entre la cortina de lluvia. Abandonaron sus tareas —alimentar las fogatas protegidas, revisar las amarras de las carpas, cuidar de los caballos— para observar la extraña procesión que ingresaba en su territorio. Sus rostros, iluminados de forma irregular por las antorchas que luchaban contra el viento y la lluvia, mostraban una mezcla compleja de emociones: curiosidad natural ante lo inesperado, recelo instintivo ante lo desconocido, y algo más profundo... sospecha. Una sospecha que se afilaba cada vez que sus ojos se posaban sobre mí.
Los murmullos comenzaron a propagarse entre las filas de soldados como un incendio que consume paja seca. Voces bajas, susurros que se multiplicaban y expandían, creando un zumbido constante que me rodeaba. No podía distinguir las palabras individuales bajo el rugido de la tormenta, pero no las necesitaba. El tono lo decía todo. Era el sonido de la desconfianza, de la especulación, del juicio apresurado. Para ellos, yo no era más que una intrusa. Una amenaza potencial. Un elemento extraño e indeseado en su mundo de jerarquías claras, disciplina férrea y orden absoluto.
Intenté mantener la cabeza alta, la espalda recta, proyectar una imagen de dignidad que estaba lejos de sentir. Pero me sentía desnuda bajo esos ojos escrutadores, expuesta y vulnerable de una manera que ninguna arma podría replicar.
—¡Preparad al médico!
El grito surgió repentinamente, desgarrando el murmullo colectivo. Era uno de los hombres que cargaban la camilla improvisada donde yacía el príncipe. Su voz, amplificada por la urgencia y el pánico apenas contenido, cortó el aire nocturno con la efectividad de una espada recién afilada. El efecto fue instantáneo: los murmullos cesaron como si alguien hubiera cerrado una puerta de golpe. Todos los ojos se desviaron de mí hacia la figura inmóvil en la camilla. El cambio en el ambiente fue palpable, casi físico. La hostilidad dirigida hacia mí se transformó en algo diferente: preocupación, miedo, lealtad inquebrantable hacia su líder caído.
Vi cómo varios soldados se movían con rapidez militar, corriendo hacia diferentes direcciones. Algunos se dirigieron a una carpa más grande ubicada en el centro del campamento —probablemente la enfermería de campaña—. Otros comenzaron a despejar un camino, apartando obstáculos y gritando órdenes para que nadie estorbara el paso de la camilla.
El príncipe, envuelto en capas de pieles empapadas que se pegaban a su cuerpo como una mortaja húmeda, parecía aún más pequeño, más frágil, más cercano a la muerte bajo la luz errática y anaranjada de las antorchas que bordeaban las sendas del campamento.
Y aun así, a pesar de su estado deplorable, a pesar de estar al borde mismo del abismo que separa la vida de la muerte, sentí sus ojos. Esa mirada gris, velada por el dolor y la pérdida de sangre, pero que de alguna manera inexplicable seguía siendo penetrante. Podía sentir cómo sus ojos buscaban los míos entre la multitud que nos rodeaba, cómo se aferraba a mi imagen como un náufrago se aferra a un trozo de madera flotante en medio del océano tempestuoso. Era un gesto que no tenía sentido, que no debería importarme, pero que de alguna forma me atravesaba el pecho con la fuerza de una flecha.
La tensión en el aire era tan densa que casi podía saborearse, amarga y metálica como la sangre en la lengua. Las preguntas no verbalizadas flotaban a mi alrededor como espectros: ¿Qué harían conmigo? ¿Me verían como la salvadora que había intentado mantener vivo a su príncipe o como la sospechosa responsable de su estado? ¿Me encerrarían? ¿Me interrogarían? ¿O simplemente me ejecutarían sin molestarse en escuchar explicaciones? La incertidumbre me retorcía las entrañas con manos de hierro, apretando, estrujando, convirtiendo mi estómago en un nudo imposible de deshacer.
Pero no podía permitirme el lujo de ceder al pánico que amenazaba con desbordarse. No ahora. No cuando todos me observaban. Un solo gesto de debilidad, una sola muestra de miedo descontrolado, y confirmaría todas sus sospechas. Me obligué a respirar de forma controlada, a mantener la máscara de compostura, aunque por dentro estuviera desmoronándome.
—Detente aquí —la orden llegó súbita, acompañada de una mano firme que se cerró alrededor de mi brazo como un grillete de carne y hueso.
Era el líder del grupo, el hombre de la cicatriz que cruzaba su rostro como un mapa de batallas pasadas. Su toque fue brusco, autoritario, diseñado para dejar claro quién tenía el control. Pero no fue violento, al menos no todavía. Eso me dio una esperanza minúscula, del tamaño de una chispa en la oscuridad absoluta. Apenas me detuve, obedeciendo su orden sin resistencia, vi cómo hacía un gesto seco con la cabeza hacia dos soldados que estaban cerca, vigilando la entrada de una carpa.
—Vigiladla. Que no se mueva ni un paso de este sitio hasta que yo regrese y decida qué hacer con ella. Y mantened los ojos abiertos. Cualquier cosa sospechosa, cualquier intento de escape, lo reportáis de inmediato.
Los dos soldados asintieron al unísono con una sincronización que hablaba de años de entrenamiento conjunto. Se movieron con eficiencia mecánica, posicionándose a ambos lados de mi cuerpo como guardianes de piedra flanqueando una entrada prohibida. Sus manos descendieron de forma simultánea, descansando sobre las empuñaduras de sus espadas en un gesto que no era casual. Era una advertencia silenciosa pero inequívoca: un solo movimiento en falso y el acero abandonaría sus vainas.