La Ultima Guardiana

CAPITULO 2

"Mierda," pienso mientras la luz de la luna se filtra por la diminuta ventana de la celda. Su resplandor tenue se refleja en las paredes de piedra húmeda, burlándose de mi impotencia. Cinco días. Cinco días en los que la oscuridad se ha convertido en mi única compañera, donde cada gota que cae de las paredes suena como un metrónomo cruel, marcando el tiempo perdido en este agujero apestoso.

Cada minuto pesa como una piedra en mi pecho, y cada sonido en el pasillo me obliga a contener la respiración. Estoy atrapada, y la sensación de impotencia es más sofocante que el hedor de humedad que impregna todo. Las raciones son escasas, y el frío constante cala hasta mis huesos, haciéndome sentir más vulnerable con cada hora que pasa.

"Tenía que haber escapado en el campamento," me recrimino por enésima vez, mientras el resentimiento hacia mí misma crece con cada latido. La oportunidad estaba allí, justo frente a mí. Los soldados estaban demasiado ocupados con el príncipe, corriendo de un lado a otro con medicinas, órdenes y camillas.

Pero no. Mi cuerpo me traicionó. El agotamiento, el frío y las heridas me golpearon al mismo tiempo, y antes de que pudiera siquiera intentarlo, me desplomé sobre una de las camillas que usaban para los heridos. Mi visión se oscureció, mis piernas dejaron de responder, y cuando desperté, estaba aquí. Encerrada.

—Joder, —murmuro en la penumbra, mi voz apenas un susurro.

La cadena atada a mi tobillo tintinea cuando intento acomodarme. Es corta, lo suficiente para mantenerme lejos de la ventana, pero no tan tensa como para impedirme moverme. Una ironía cruel, como si quisieran recordarme constantemente que la libertad está tan cerca como fuera de mi alcance.

Paso los dedos por mi cabello, ahora enredado y sucio, un reflejo de cuánto he cambiado desde que empezó todo esto. Apreto los dientes, luchando por contener la frustración que hierve en mi interior. No puedo seguir así. Cada minuto en esta celda es un eco de mi fracaso, un recordatorio de todo lo que salió mal.

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En el extremo opuesto de las mazmorras, se escuchan pasos arrastrados y una respiración pesada que llena el aire frío.

—Príncipe, por favor. Le ruego que vuelva a la cama, —implora una voz, cargada de preocupación.

—Aún no está en condiciones de moverse. Su herida no está cerrada del todo. Si fuerza demasiado...

—¡Callaos! —interrumpe el príncipe. Su voz, aunque rasposa, es firme, cortando cualquier protesta. Incluso cuando su cuerpo tiembla por el esfuerzo, su mirada parece arder. Una mano se apoya contra la pared para sostenerse, pero su determinación es indomable—. Os dije que no la hicierais daño. ¿Cómo os atrevéis a encerrarla?

La voz del súbdito tiembla, y retrocede un paso, claramente intimidado. Pero no todos comparten su miedo.

—Hicimos lo que era correcto, Alteza, —responde el líder de la Guardia Real con calma. Su tono grave retumba en las mazmorras como un trueno, imperturbable. Es el mismo hombre que caminó detrás de mí hacia el campamento, observándome con mirada dura y constante—. No podemos arriesgarnos. Su presencia es una amenaza potencial para usted y para el reino.

El príncipe avanza tambaleándose. Cada paso parece costarle más de lo que quiere admitir, pero sus ojos grises fijos en el líder son un filo cortante, cargados de una intensidad que nadie podría ignorar. A pesar de la palidez y el sudor que cubre su frente, su autoridad no mengua.

—¿Una amenaza? —escupe, su voz temblando más por el dolor que por la ira—. Ella salvó mi vida. ¿Eso os parece una amenaza? —Su furia contenida resuena entre las paredes, cada palabra golpeando como un martillo—. Podía haberme dejado morir en esa cueva, pero no lo hizo. Vosotros, en cambio, la habéis tratado como a una criminal.

El líder de la Guardia no se inmuta, aunque su mandíbula se tensa, como si estuviera sopesando las consecuencias de desobedecer. El aire en las mazmorras parece congelarse, esperando que uno de ellos ceda primero.

—Mis obligaciones son para con el reino y su seguridad, Alteza. No me disculparé por haber actuado en su beneficio.

El silencio que sigue es pesado, cargado de tensión. El príncipe se acerca otro paso, su mirada ahora implacable.

—La única amenaza aquí sois vosotros, con vuestras decisiones ciegas. —Su voz baja, pero no pierde su filo—. Abrid su celda. Ahora.

El líder de la Guardia sostiene la mirada del príncipe durante un largo momento, evaluándolo, antes de hacer un gesto hacia los guardias cercanos.

—Abridla, —ordena finalmente. Su voz es gélida, cargada de una resignación apenas contenida.

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El eco de las voces resuena en el aire húmedo de las mazmorras, filtrándose a través de los gruesos muros de piedra. No distingo las palabras, pero los tonos son firmes, tensos, como si una discusión estuviera en curso. Algo está pasando, y por la urgencia en sus voces, sé que debo estar preparada para lo que venga.

"¿Han decidido qué hacer conmigo?", pienso, mientras mi mente repasa frenéticamente posibles formas de escapar. Todas son inútiles. La cadena limita mis movimientos, y la celda es un espacio cerrado, sin más salida que una puerta metálica que parece inquebrantable. Mis dedos buscan instintivamente mi daga, pero el vacío en mi bota me recuerda que me la han quitado, junto con cualquier otra cosa que pudiera usar como arma. "Mierda." Cierro los ojos por un instante, obligándome a respirar con calma, a mantener la compostura.

Un sonido metálico, la llave girando en la cerradura y el chirrido de los barrotes resuena como una sentencia. La puerta se abre, pero no siento alivio, solo el peso de lo que está por venir. Me encojo en la esquina más oscura de la celda, donde la luz de la luna apenas me alcanza. La piedra fría se clava en mi espalda, y la cadena atada a mi tobillo es un recordatorio constante de mi situación. Mi respiración es lenta, casi contenida, pero mi corazón late con fuerza, tan ensordecedor como los pasos que atraviesan el umbral de la celda. Una sombra alargada se proyecta contra el suelo antes de que lo vea.




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