La Ultima Guardiana

CAPITULO 2

La luz de la luna se filtraba a través de los barrotes, proyectando sombras alargadas que se arrastraban por el suelo como dedos esqueléticos buscando algo que devorar. Me senté en el catre desvencijado que ocupaba un rincón —poco más que un tablón de madera con paja podrida que apestaba a orín—, con la espalda presionada contra la pared helada, observando cómo esas líneas de luz plateada danzaban con cada nube que cruzaba el cielo nocturno.

El frío era lo primero. Lo único. Lo absoluto.

Se filtraba desde el suelo de piedra, trepaba por las paredes húmedas, se colaba entre los barrotes de hierro oxidado como un ente vivo decidido a reclamarme. La celda era pequeña —apenas tres metros cuadrados— y olía a humedad antigua, a moho enquistado en las grietas de la piedra.

Mi ropa seguía empapada. La tela se pegaba a mi piel como una segunda capa de hielo, chupándome el calor que me quedaba con cada segundo que pasaba. Temblaba de forma incontrolable, mi cuerpo sacudiéndose con espasmos que ya no podía reprimir. El agua de lluvia goteaba lentamente desde mi cabello, formando un pequeño charco a mis pies que reflejaba la luna como un espejo roto.

El agotamiento me pesaba en cada músculo, en cada hueso, en cada fibra de mi ser. Era un cansancio tan profundo que había trascendido lo físico para convertirse en algo existencial. Mis extremidades se sentían como plomo fundido. Cada respiración requería un esfuerzo consciente. Había llegado a ese punto donde el cuerpo empieza a apagarse sistemáticamente, priorizando solo las funciones vitales.

Tenía sed. Una sed que me raspaba la garganta como vidrio molido, que convertía mi lengua en un trapo seco e hinchado dentro de mi boca. Y hambre. Un vacío hueco en el estómago que se retorcía ocasionalmente, recordándome que no había comido desde... ¿cuándo? No lo recordaba. Pero esas necesidades parecían distantes, secundarias, casi irrelevantes comparadas con el peso aplastante del agotamiento que amenazaba con arrastrarme hacia la inconsciencia.

Y sin embargo, el sueño no llegaba.

Por más que lo deseara, por más que cerrara los ojos y suplicara a mi mente que se apagara aunque fuera por unas horas, el sueño se mantenía cruelmente fuera de alcance.

Habían pasado horas desde que me encerraron aquí. Tal vez tres, tal vez cinco. El tiempo se había vuelto líquido, imposible de medir en esta celda sin referencias. Los guardias afuera intercambiaban palabras en voz baja que no lograba descifrar completamente, aunque captaba retazos: "traidora", "sospechosa", "espía". De vez en cuando, uno de ellos se asomaba a mirar a través de los barrotes, verificando que seguía ahí, que no me había desvanecido en el aire como algún truco de magia barata.

Dejé que mi cabeza descansara contra la pared áspera, sintiendo cómo la piedra fría se clavaba en mi cráneo. Cerré los ojos de nuevo, aunque sabía que sería inútil. En lugar del sueño que necesitaba desesperadamente, los recuerdos comenzaron a arremolinarse en mi mente como una tormenta que no podía controlar ni detener.

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Mi corazón latía ahora con tal violencia que estaba segura de que ahora si que podrían escucharlo. El pulso retumbaba en mis oídos como tambores de guerra. No había escapatoria. No había forma de esconderme más. Me habían descubierto.

Tragando el terror que amenazaba con paralizarme, inspiré hondo —un último momento de preparación— y con movimientos deliberados, lentos y visibles, escondí la daga en el interior de mi bota. Luego, con las manos temblorosas pero claramente visibles, las levanté a ambos lados de mi cabeza en un gesto universal de rendición.

Emergí de las sombras como un fantasma materializándose.

La luz del farol me golpeó en pleno rostro, cegándome momentáneamente. Entrecerré los ojos, parpadeando, mientras las figuras frente a mí se solidificaban. Tres soldados. Todos armados hasta los dientes. Todos mirándome como si fuera una aparición demoníaca surgida de las profundidades del infierno.

Los soldados me observaron con expresiones tan duras que podrían haber sido talladas en piedra. Sus ojos, duros y fríos como pedernal, estaban cargados de sospecha inmediata. Uno de ellos —un hombre corpulento con una cicatriz que le cruzaba desde la frente hasta la mandíbula— avanzó hacia mí con pasos medidos. Su mano descansaba sobre la empuñadura de su espada, los dedos tamborileando sobre el pomo en un gesto que no era casualidad. La amenaza era clara como el cristal.

Mi garganta estaba tan seca que dolía al tragar, pero me obligué a mantener la compostura. No podía mostrar miedo. El miedo era debilidad, y la debilidad era muerte.

—Habla—exigió el soldado, y su voz sonó como grava siendo arrastrada—. ¿Qué demonios le hiciste al príncipe?

La acusación implícita en sus palabras era tan pesada como una losa de piedra. Forcé mi voz a sonar fría, calculada, desprovista de la emoción que amenazaba con quebrarla.

—Si hubiera querido matarlo —dije, pronunciando cada sílaba con claridad deliberada, dejando que cada palabra retumbara en la cueva como una declaración—, ya estaría muerto. En cambio, yo misma le puse el vendaje. Intenté detener la hemorragia. Intenté salvarlo.

El soldado dio otro paso hacia mí. Sus ojos viajaron desde mi rostro hasta mis manos manchadas de sangre, hasta el vendaje tosco pero efectivo que cubría el costado del príncipe. Dudas y desconfianza libraban una batalla visible en su expresión.




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