Desperté varias horas después, cuando la luz del atardecer se filtraba por los ventanales y teñía la habitación de tonos dorados. El calor de la fiebre había retrocedido como una marea, dejando atrás un cansancio profundo que me anclaba al colchón. Intenté incorporarme y el mundo se inclinó levemente, obligándome a cerrar los ojos hasta que el mareo pasó.
La puerta se abrió sin que yo hubiera escuchado golpear. Un médico anciano entró con pasos medidos, cargando un maletín de cuero gastado. No levantó la vista hacia mí mientras revisaba mis signos vitales: dedos fríos en mi muñeca, contando el pulso; una mano en mi frente, evaluando la temperatura; ojos entrecerrados examinando mis pupilas con una vela que acercó demasiado.
No dijo una palabra. No preguntó cómo me sentía, ni qué me dolía, ni siquiera mi nombre. Me trató como a una tarea más en su lista.
Me dio una tisana amarga de hierbas que me quemó la garganta al tragarla. Dejó el vaso en la mesita con un golpe seco, cerró su maletín y se marchó. La puerta se cerró tras él con el mismo silencio eficiente con el que había entrado.
Me quedé sola otra vez, mirando el techo alto y ornamentado, sintiendo cómo el líquido amargo se asentaba en mi estómago vacío como plomo fundido.
El resto del día se desdibujó en fragmentos: luz cambiante en las paredes, sirvientas entrando y saliendo en silencio, bandejas de comida que apenas toqué. El médico regresó dos veces más, cada visita tan fría e impersonal como la primera. Me tomaba el pulso, examinaba mis ojos, asentía con satisfacción y se marchaba.
Dormí a ratos, un sueño inquieto plagado de imágenes de mi hermano y la celda húmeda. Cada vez que despertaba, la habitación lujosa me desorientaba durante unos segundos antes de que la realidad volviera a asentarse como una losa.
Cuando la luz grisácea del amanecer se filtró por las cortinas, abrí los ojos y descubrí algo diferente: la niebla de la fiebre se había disipado casi por completo. Mi mente estaba más clara, mi cuerpo menos pesado. Todavía débil, sí, pero funcional.
Me incorporé despacio, esperando el mareo. No llegó.
Por primera vez desde que había llegado a este lugar, me sentía lo suficientemente fuerte como para levantarme. Exploré la habitación que me habían asignado con cautela, como si pudiera esconder trampas. Era espaciosa, más grande que cualquier lugar en el que hubiera vivido. Ventanales altos dejaban entrar luz abundante, cortinas de terciopelo enmarcaban las vistas al jardín del castillo. Una cama de dosel dominaba el centro, con lino blanco impecable. Un chandelier de cristal colgaba del techo. Jarrones con flores frescas perfumaban el aire.
Una prisión dorada disfrazada de generosidad.
Caminé hacia la ventana y miré hacia abajo. El jardín se extendía ordenado: senderos curvos, fuentes ornamentales, setos podados con precisión. Y más importante: estaba demasiado alto para saltar. La caída me mataría.
Pero el reto no era escapar. Era jugar su juego mejor que él.
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Los dos días siguientes transcurrieron en una rutina calculada. Me obligué a comer, a caminar por la habitación, a recuperar fuerzas con la paciencia de quien afila un cuchillo. Observé las idas y venidas de las sirvientas, los cambios de guardia en el pasillo, el ritmo del castillo como si fuera un organismo vivo con latido propio.
Nadie me habló. Nadie me preguntó nada. Me traían comida, retiraban bandejas, cambiaban las sábanas. Eficientes. Silenciosas. Invisibles.
Y yo observaba. Siempre observando.
Al tercer día de mi convalecencia, alguien llamó a la puerta. Una joven sirvienta entró con cautela, cabeza inclinada en reverencia aprendida.
—Su Alteza el príncipe la espera en el comedor principal —dijo con voz neutra.
No era una invitación: era una orden envuelta en cortesía. Miré por la puerta entreabierta y vi dos guardias de pie, sus manos descansando sobre las empuñaduras de sus espadas. No había escapatoria.
Pero tampoco tenía intención de obedecer mansamente.
—Dígale al príncipe que no estoy en disposición de contentarle —respondí.
La sirvienta vaciló, claramente incómoda con tener que llevar ese mensaje. Finalmente asintió y se retiró, cerrando la puerta tras de sí con un clic suave.
Me quedé de pie en medio de la habitación, mirando la puerta cerrada. No me sorprendió cuando, apenas unos minutos después, escuché el eco de pasos decididos subiendo las escaleras del torreón.
Un golpe en la puerta. No fue el toque suave de una sirvienta: era firme, autoritario, cargado de impaciencia apenas contenida.
Por supuesto. No aceptaría un no como respuesta.
Antes de que pudiera responder, una voz cortó el silencio.
—Layla. Abre la puerta.
Ahí estaba. El príncipe.
Rowan Nathaniel Ravenswood. Príncipe heredero del vasto Imperio de Belfalas, y un jodido asesino.
Me tomé mi tiempo. Alisé el vestido sencillo que había elegido esa mañana, me aseguré de que cada pliegue estuviera en su lugar. No iba a darle el placer de verme descompuesta.