El portazo resonó en el silencio. Cortó cualquier posibilidad de escapatoria y nos dejó encerrados en aquella habitación que de repente parecía demasiado pequeña. Rowan avanzó unos pasos al interior. Mi furia explotó.
—¡¿Esposa?! —grité.
La palabra salió como un grito que rebotó en las paredes y se multiplicó en ecos acusatorios.
Mis manos se aferraron al primer objeto a mi alcance. Un cojín. Voló directo hacia él. Pero Rowan lo esquivó sin esfuerzo, con una calma tan insoportable que avivó aún más mi rabia.
—¡¿Qué demonios estabas pensando?! —rugí.
Esta vez mis dedos se cerraron alrededor de un jarrón. Lo lancé sin pensarlo. Él lo atrapó en el aire con un solo movimiento, como si todo estuviera ensayado. Su rostro permaneció sereno, pero sus ojos grises brillaban con ese filo helado que me erizaba la piel.
—¿Has terminado? —preguntó, su voz demasiado tranquila.
—¡Ni cerca! —respondí. Agarré un libro pesado y lo lancé con todas mis fuerzas. Rowan se apartó apenas. El libro se estrelló contra el suelo con un golpe seco.
—Layla, cálmate. —Su tono se endureció, aunque la paciencia aún lo sostenía. Dio un paso hacia mí. Yo retrocedí, buscando algo más.
—¡¿Que me calme?! —bufé, levantando una lámpara de prcelana—. ¡Me pediste que fingiera ser tu prometida delante de toda esa jauría!
—No te lo pedí —corrigió, ladeando apenas la cabeza—. Te lo ordené.
La lámpara surcó el aire. Esta vez no la atrapó: levantó ambas manos y retrocedió un paso, dejando que se estrellara contra la pared. Los cristales explotaron en mil fragmentos brillantes que llovieron sobre el suelo de madera. El olor acre de la cera derretida se mezcló con el polvo de porcelana que flotaba en el aire.
—¡Por supuesto que lo hiciste! ¡Porque eso es lo único que sabes hacer! —le grité finalmente, con la voz rota por la ira—. Mandar. Decidir por todos como si fuéramos piezas en tu tablero.
Me detuve. Respiré. Mis pulmones ardían de rabia y cada inhalación dolía. A nuestro alrededor, la habitación era un desastre: fragmentos brillantes esparcidos por el suelo, páginas arrugadas contra la pared, el cojín abandonado en una esquina. El caos perfecto.
El aire entre nosotros se espesó. Mi respiración entrecortada contrastaba con su quietud absoluta. Me observaba con esa mirada calculadora que diseccionaba cada gesto, cada palabra, como movimientos en un tablero que él ya había anticipado.
—¿Has terminado ya? —repitió. Esta vez su voz no admitía réplica, no dejaba resquicio alguno para la negociación.
—No —escupí, cruzando los brazos sobre el pecho en un gesto defensivo—. Exijo respuestas. Ahora mismo. ¿Qué demonios fue esa pantomima en el comedor? ¿Por qué fabricaste semejante mentira?
Rowan dejó escapar un suspiro, pasándose una mano por el cabello. El gesto podría haber parecido casual, pero no había resignación en él; solo cálculo.
—Porque era necesario —dijo, grave.
—¿Necesario? —mi incredulidad escapó en una risa amarga—. ¿En qué mundo resulta necesario inventar un compromiso falso?
—En este —replicó sin vacilar. Avanzó un paso hacia mí, y su mirada se clavó en la mía como una daga—. No todos en esa mesa son aliados. Tu presencia aquí genera sospechas. Proclamarte mi prometida es la única manera de mantenerte a salvo.
Sus palabras me golpearon con más fuerza que cualquiera de los objetos que había lanzado. Quise negarlas, pero mi silencio me traicionó. En el fondo, ya lo sabía.
—No pienso participar en tu juego, Rowan —susurré, pero mi voz había perdido su filo. Las palabras sonaron más a súplica que a desafío.
Acortó la distancia. Se detuvo tan cerca que sentí el calor de su cuerpo, su aliento rozando mi frente. El corazón me martilleaba en el pecho. No había escapatoria.
—Es demasiado tarde para eso, Layla —sentenció—. Ya estamos en el juego.
Abrí la boca, pero no salió nada. La rabia seguía ardiendo, pero ahora se mezclaba con algo más: la incómoda certeza de que tenía razón. Las rodillas me flaquearon apenas, un segundo que esperé que no notara.
—Fuera —espeté. La voz me salió rota, temblando. No supe si era por ira o por algo que me negaba a reconocer.
—Layla... por favor... —murmuró, y algo en su voz se quebró. Era tan inesperado, tan ajeno a él, que me desarmo por completo.
—¡Fuera! —volví a gritar. En un impulso irracional, mi puño se cerró e intenté golpear su pecho, necesitando desesperadamente crear distancia física entre nosotros.
El golpe nunca llegó. Rowan atrapó mi muñeca, sus dedos cerrándose alrededor de mi brazo con firmeza pero sin violencia. El contacto me atravesó como una descarga.
Lo miré realmente por primera vez. Gotas de sudor le perlaban el cuello. Su respiración era irregular, entrecortada. Tenía el rostro pálido, demacrado. No recordaba haberlo visto comer nada en la cena. Algo andaba mal. Muy mal.
—Estás hecho una mierda —escupí.
Las palabras salieron cargadas de veneno, no de preocupación. Me aparté de él con brusquedad, como si su toque quemara.
Rowan soltó mi muñeca. Por un momento, algo cruzó su rostro. ¿Dolor? ¿Arrepentimiento? Desapareció tan rápido que pude haberlo imaginado.
—Estoy bien —dijo, recuperando esa voz fría y controlada.
—Cierto —respondí con una sonrisa amarga—. No es mi problema si te desmayas por la infección de tu herida. Total, solo soy un peón en tu tablero, ¿verdad?
Un músculo se tensó en su mandíbula.
—Layla…
—Fuera. —Mi voz sonó mortal, sin espacio para negociación—. Sal de mi habitación. Ahora.
Nos miramos. El aire crepitaba entre nosotros, cargado de todo lo que no dijimos. Por un segundo, pensé que iba a discutir, a negarse, a usar esa arrogancia insufrible que lo caracterizaba.
Pero no lo hizo.
Asintió una vez, un gesto tenso y controlado. Se giró hacia la puerta, moviéndose con esa gracia letal que poseía incluso cuando parecía a punto de desmoronarse.