La Ultima Guardiana

CAPITULO 7

Los pasillos del castillo estaban envueltos en sombras cuando llegué a las habitaciones de Rowan. En mis manos, una bandeja con los suministros médicos tintineaba suavemente con cada paso. El agua hirviendo humeaba en el cuenco de cerámica, llenando el aire con vapor que se disipaba en la penumbra. Las hierbas que había solicitado descansaban en pequeños recipientes: llantén triturado, raíz de consuelda molida, pétalos de caléndula que parecían gotas de sol incluso a la luz de las antorchas.

Llamé a la puerta. Una vez. Dos veces.

—Adelante —llegó su voz desde el interior. Ronca. Cansada.

Empujé la puerta con el hombro y entré. La habitación estaba bañada en luz dorada de velas que parpadeaban desde varios candelabros distribuidos estratégicamente. El aroma a cera derretida se mezclaba con algo más pesado: el olor metálico de la sangre y la infección. Rowan estaba sentado en el borde de su cama, exactamente como lo había imaginado. Sin camisa. Esperándome.

Me detuve apenas un segundo para procesar la imagen. Su torso desnudo revelaba un mapa de cicatrices que nunca había visto completamente: algunas finas como hilos plateados, otras irregulares y profundas que hablaban de heridas que habían tardado semanas en sanar. Pero fue la herida infectada de su costado la que capturó mi atención. Las vetas negras se extendían por su piel como raíces venenosas que buscaban su corazón.

—Peor de lo que esperaba —murmuré, acercándome y dejando la bandeja sobre la mesa cercana.

—¿Esperanza de supervivencia? —preguntó con esa ironía seca que lo caracterizaba, aunque detecté el dolor real que intentaba ocultar detrás del sarcasmo.

—Depende de si eres capaz de callarte y dejarme trabajar. —Mojé un paño limpio en el agua caliente—. Esto va a doler.

No fue una advertencia. Fue una promesa.

Presioné el paño contra la herida infectada sin previo aviso. Rowan se tensó completamente, cada músculo de su torso contrayéndose, pero no emitió sonido alguno. Sus nudillos se volvieron blancos donde aferraba el borde del colchón.

—Idiota —murmuré mientras limpiaba la pus que supuraba de la herida—. ¿Cuántos días has estado fingiendo que esto no existía?

—Los necesarios.

Sus respuestas cortantes me irritaban, pero no aparté la vista de mi trabajo. Limpié meticulosamente cada centímetro de piel infectada, sintiendo el calor febril que irradiaba de su cuerpo. Mis dedos rozaron accidentalmente la piel sana cerca de la herida, y no pude ignorar cómo se erizó bajo mi tacto.

—¿Dónde aprendiste esto realmente? —preguntó cuando el silencio se volvió demasiado denso entre nosotros.

—Mi abuela. —Enjuagué el paño manchado de sangre—. Decía que las mujeres necesitamos saber cómo curarnos solas, porque nadie más lo hará por nosotras.

—Sabia mujer.

Algo en su tono me hizo levantar la vista. Sus ojos grises me estudiaban con una intensidad que me puso nerviosa. Demasiado cerca. Demasiado íntimo. Volví a concentrarme en la herida.

—Gírate un poco. Necesito ver si la infección se ha extendido por la espalda.

Obedeció sin protestar. Cuando se giró, la luz de las velas iluminó su espalda, revelando una cicatriz que me dejó sin aliento. Una línea gruesa y desigual que iba desde el omóplato hasta la cintura, como si alguien hubiera intentado partirlo por la mitad.

—¿Qué diablos es eso? —Las palabras se me escaparon antes de poder detenerlas.

—Una lección de juventud —respondió sin girarse—. Sobre confiar en las personas equivocadas.

Pasé los dedos cerca de la cicatriz, sin tocarla directamente. La piel estaba rugosa, blanquecina. Antigua. Esta herida había ocurrido hace años.

—¿Quién te hizo esto?

—Alguien que ya no respira.

La frialdad en su voz me hizo apartar la mano. Rowan se giró de nuevo para enfrentarme, y por un momento, estuvimos demasiado cerca. Podía sentir su respiración en mi frente, ver las motas doradas en sus ojos grises, oler el aroma a hierro de su piel mezclado con algo más masculino que me aceleró el pulso involuntariamente.

—La infección no ha llegado a la espalda —dije, intentando sonar profesional—. Tienes suerte.

—¿Suerte? —Una sonrisa torcida curvó sus labios—. Es la primera vez que alguien me dice eso.

Tomé la pasta de hierbas que había preparado mezclando el llantén con la raíz de consuelda. Su textura era espesa, verde, y olía a tierra húmeda y esperanza. Con cuidado, comencé a extenderla sobre la herida infectada. Rowan se estremeció al contacto, pero esta vez no fue de dolor.

—¿Qué se siente? —pregunté, más para llenar el silencio que por verdadera curiosidad médica.

—Fresco. Como si alguien hubiera apagado un fuego que llevaba días ardiendo.

Mis manos trabajaban con movimientos seguros y precisos, extendiendo la cataplasma en capas uniformes. Pero era imposible ignorar la intimidad del momento: yo, inclinada sobre él, mis dedos contra su piel, la vulnerabilidad silenciosa en sus ojos mientras se dejaba cuidar.

—Vas a tener que cambiar esto tres veces al día —dije mientras vendaba la herida con tiras de lino limpio—. Y nada de fingir que estás bien cuando claramente no es así.




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