La Ultima Guardiana

CAPITULO 8

El dolor me recibe antes que la luz. Un pinchazo agudo en el cuello que se extiende por la espalda como dedos helados. Tardo un segundo en comprender: me quedé dormida en la silla. Cada músculo de mi cuerpo protesta cuando intento moverme, como si la madera hubiera dejado su marca en mis huesos.

Abro los ojos con esfuerzo. La luz del amanecer se filtra entre las cortinas, lechosa y suave, pintando la habitación con tonos pálidos. El olor a cera fría y ungüentos medicinales me sitúa de inmediato. La habitación de Rowan. El libro de genealogías yace abandonado en el suelo, páginas arrugadas por mi descuido.

El recuerdo me golpea de golpe.

Me incorporo bruscamente, el corazón latiéndome en los oídos. Mi mirada vuela hacia la cama.

Y entonces lo veo.

Rowan está despierto.

No sé cuánto tiempo lleva observándome, ¿Segundos? ¿Minutos? Sus ojos grises me atraviesan con una intensidad que me roba el aliento. Ya no hay fiebre en ellos. Ni delirio. Ni fragilidad. Solo una claridad devastadora que me desarma por completo.

—Sigues vivo —murmuro. Mi voz suena áspera por el cansancio.

No espero respuesta. Me pongo de pie y camino hacia él antes de pensarlo. Extiendo la mano y mis dedos rozan su frente. Exhalo un suspiro que no sabía que estaba conteniendo.

Fresca. Su piel está fresca.

Bajo la mirada hacia su costado, hacia las vendas que hace apenas unas horas parecían insuficientes para contener lo inevitable. Siguen manchadas, sí, pero las vetas negras que avanzaban como raíces venenosas se han detenido. La carne enrojecida muestra señales inequívocas de sanación.

—La fiebre ha bajado —afirmo, intentando recuperar el control de mi voz. De mi máscara.

Comienzo a retirar la mano.

Pero él no me deja.

Sus dedos se cierran alrededor de mi muñeca y el mundo se detiene. El calor de su piel me quema. No hay violencia en el gesto, pero sí algo más peligroso: certeza. Tira de mí con una suavidad devastadora, lo justo para robarme el equilibrio, y mi cuerpo cede antes de que mi mente pueda protestar. De pronto estoy inclinada sobre él, mi mano aplastada contra su pecho desnudo, sintiendo cada latido de su corazón como si fuera el mío.

Fuerte. Regular. Vivo.

—Layla...

La forma en que pronuncia mi nombre me desarma por completo. Su voz es grave, rasposa, aún marcada por la enfermedad, pero inconfundible. Su otra mano se eleva con lentitud y sus nudillos rozan mi mejilla en un gesto que no tiene nada de accidental. Aparta un mechón rebelde de mi rostro.

El aire cambia.

Se vuelve denso. Eléctrico. Imposible de respirar.

Rowan inclina la cabeza hacia mí. La distancia entre nosotros se reduce hasta volverse insoportable. Por un instante —eterno, terrible, exquisito— sus labios están tan cerca de los míos que puedo sentir el calor de su aliento rozando mi boca. Todo se paraliza y el aire contiene la respiración conmigo.

Y entonces el pánico me atraviesa como un relámpago.

No es miedo a él. Nunca fue eso.

Es miedo a esto. A lo que despierta en mí cuando está cerca.

A las cadenas que sentí cerrándose en mi sueño, invisibles pero reales, aprisionándome sin que pudiera romperlas.

Me suelto de su agarre con un tirón brusco. Tropiezo hacia atrás, a punto de caer en mi prisa por alejarme.

—Yo... tengo... —las palabras se atropellan en mi boca—. Tengo que preparar más medicina. Sí. Eso. Medicina.

No espero respuesta. No me permito dudar ni un segundo más. Salgo de la habitación casi corriendo, huyendo como una cobarde del hombre al que acabo de arrancar de las garras de la muerte.

✦ ✦ ✦

Cuatro días.

Han pasado noventa y seis horas desde que salí corriendo de esa habitación, y el silencio entre nosotros se ha vuelto una entidad física que recorre los pasillos del castillo.

Lo sé sin necesidad de verlo. En la corte nada permanece oculto demasiado tiempo. Los rumores vuelan, susurrados entre tapices y copas de vino: el príncipe ha vuelto a entrenar, ha retomado sus reuniones, ha reaparecido con esa compostura helada que lo caracteriza.

El príncipe de hielo ha regresado.

Y me evita.

Yo hago lo mismo.

O, al menos, eso es lo que me repito para no admitir la verdad.

La realidad es que soy yo quien ha convertido el castillo en un campo de minas. Soy yo quien calcula rutas alternativas, quien aprende de memoria los horarios de las guardias y los desplazamientos del príncipe para no coincidir con él. Camino pegada a las paredes, giro en los cruces sin mirar atrás, me detengo a fingir interés por tapices y ventanas con tal de dejar pasar unos segundos de más.

Evitar a Rowan se ha vuelto un arte silencioso.

Hay días en los que escucho sus pasos al fondo de un pasillo y el corazón se me sube a la garganta. No necesito verlo para reconocer su presencia. Hay algo en el aire cuando está cerca, una presión sutil que me eriza la piel y me recuerda demasiado bien aquella madrugada, su voz, su mano cerrándose alrededor de mi muñeca.




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