La Ultima Guardiana

CAPITULO 9

El eco de mis pasos retumbaba en el pasillo desierto cuando escuché otros más firmes, más veloces, resonar detrás de mí.

No tuve tiempo de reaccionar. Una mano me atrapó del brazo y me obligó a girar con brusquedad.

—¿Qué...?

Rowan no me dio opción. Con un tirón me arrastró hasta una puerta lateral que abrió de golpe. Un oscuro almacén de especias se desplegó frente a nosotros, con olor a polvo y madera encerrada. Antes de que pudiera soltar una réplica mordaz, me empujó dentro y cerró la puerta tras de sí, dejándonos en una penumbra vibrante de tensión.

—¿Crees que puedes desafiarme frente a mi consejo? —su voz era un murmullo bajo, cargado de amenaza apenas contenida.

Lo miré con una sonrisa insolente, aunque mi pulso se aceleraba bajo su contacto.

—¿Desafiarte? Yo solo hablé. Que tus consejeros se escandalicen por unas verdades… no es culpa mía.

Sus ojos grises brillaban en la penumbra como acero bajo la luna. Estaba demasiado cerca, tan cerca que el roce de su aliento rozaba mi mejilla y me erizaba la piel contra mi voluntad.

—Juegas con fuego, Layla —susurró, inclinándose apenas.

—Tal vez —respondí, sin apartar la mirada—. Pero me gusta ver cómo ardes.

El silencio se volvió insoportable, como si el aire mismo aguardara a que uno de los dos cediera.

Rowan exhaló despacio, profundamente. Cerró los ojos por un instante, como si buscara contener algo que amenazaba con desbordarse. Cuando volvió a abrirlos, había algo distinto en su mirada. Algo peligrosamente vulnerable.

—Solo intento protegerte. No me lo pongas más difícil. —Su voz grave reverberó en el espacio estrecho, y su agarre se tensó.

—¿Protegerme? ¿¡Despues de lo que le hiciste a…?! —mi voz se quebró, afilada por la ira y el dolor.

Sus ojos grises se oscurecieron. Y entonces lo dijo. Lo que jamás había esperado escuchar de sus labios:

—Tu hermano. Lo sé. Lo sé todo. Pero necesito que confíes en mí. No pasó lo que piensas. Hay gente que…

Algo se quebró dentro de mí. Lo empujé con ambas manos, ciega de rabia. Él apenas se movió, pero yo seguí golpeándole el pecho con los puños cerrados, incapaz de detenerme.

—¡Mientes! —las palabras salían entrecortadas—. ¡Mientes como has mentido desde el principio!

Mi brazo barrió una estantería. Varias cajas se estrellaron contra el suelo. Algo afilado —una astilla de madera— me rasgó la piel, pero apenas lo sentí. El olor áspero de las hierbas secas invadió la penumbra. Solo existía la rabia ardiendo en mis venas, el peso imposible de sus palabras, y la sangre que comenzaba a deslizarse tibia por mi brazo.

Rowan abrió la boca para replicar. Pero entonces algo cambió en su expresión. Se quedó inmóvil, alerta. Sus ojos se desviaron hacia la puerta por un instante.

Y antes de que pudiera preguntar lo que ocurría, sus labios chocaron contra los míos.

No fue un beso, sino una embestida brutal, una colisión de rabia contenida. El calor de su boca me golpeó como un incendio no deseado, su mano en mi cintura —que no supe en qué momento había llegado allí— me sujetaba con una fuerza que sentí como un grillete. Mi cuerpo se tensó de inmediato, cada músculo resistiéndose, mi mente nublada por la furia. No había dulzura, ni entrega, solo violencia y desafío en un contacto que jamás le perdonaría.

Y justo en ese instante, la puerta se abrió de golpe.

Rowan se apartó apenas unos centímetros, lo justo para que pareciera que nos habían interrumpido y no que nos habían descubierto. Como si fuéramos amantes sorprendidos en un momento íntimo y no dos enemigos atrapados en una mentira. Su mano seguía firme en mi cintura, manteniéndome cerca.

—¡Príncipe! —la voz temblorosa de la cocinera jefe llenó la estancia. Se quedó petrificada en el umbral, un manojo de cucharones en brazos y los ojos desorbitados. La reconocí: ya la había visto entre ollas y cuchillos relucientes.

Ahí estaba la respuesta. Lo había hecho por esto. Había escuchado a Gin acercarse y me había besado para mantener la farsa. Todo había sido calculado.

La mujer se atragantó con sus propias palabras y bajó la mirada con torpe rapidez.

—Le… ¿le parece que este es lugar para…? —enrojecida hasta las orejas—. Po-por favor, vayan a un sitio más privado.

El silencio que siguió fue tan denso que podía masticarse. Rowan seguía demasiado cerca, su respiración golpeándome la piel, sus labios húmedos a escasos centímetros de los míos.

—Gin. Disculpa. Nos dejamos llevar.

Su voz sonó firme, cortante, sin lugar a cuestionamientos. Con precisión calculada, colocó su mano en mi espalda baja y me condujo hacia la salida. El contacto era firme, posesivo, una orden disfrazada de caricia.

Quería apartarla. Quería gritar. Quería clavarle el puñal que nunca pude usar. Pero un nudo áspero me cerraba la garganta y el estómago se me revolvía con algo peor que la rabia: confusión.

—Vamos, querida.

Gin balbuceó algo ininteligible y se retiró con premura, los carrillos encendidos como brasas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.