Veía a mi hermano alejarse desde el calor de la cabaña. Estaba de pie junto a la ventana, observándolo caminar hacia el bosque oscuro. Intentaba correr, intentaba gritar su nombre, pero mi cuerpo no me respondía. Mis piernas se negaban a moverse, mis brazos colgaban inertes a los lados. Mi voz no salía. Ni un sonido. Ni un susurro.
Entonces él se giró. Me miró una última vez desde la distancia, con una expresión que me destrozó: tristeza. Levantó la mano en un gesto lento, una despedida silenciosa, antes de darse la vuelta y seguir caminando.
Una sombra negra emergió desde atrás, enorme, uniforme, deslizándose por el suelo como tinta derramada. Lo envolvió en un instante. Mi hermano no gritó. No luchó. Simplemente desapareció bajo la oscuridad, tragado entero.
Entonces, de repente, mi cuerpo se liberó. Pude mover las piernas. Pude gritar. Corrí con todas mis fuerzas, desesperada, lanzándome hacia donde lo había visto por última vez. Pero corrí tan rápido que tropecé con una rama, caí de bruces contra la tierra húmeda.
Y allí, justo frente a mis manos extendidas, estaban sus ropas. Vacías. Arrugadas en el suelo como si alguien las hubiera dejado caer sin más.
No había cuerpo.
Nada.
Solo tela fría y silencio.
✦ ✦ ✦
Desperté de golpe, con el corazón desbocado y la respiración entrecortada.
El pánico aún me atenazaba el pecho, agudo y punzante, como si algo me hubiera arrancado del sueño con garras invisibles. Tardé varios segundos en enfocar la vista, en recordar dónde estaba.
Y fue entonces cuando me di cuenta.
No estaba sola.
Me encontré atrapada en un calor extraño. No era el de las mantas: era sólido, firme, peligrosamente cercano. Un pecho se alzaba y bajaba rítmicamente contra mi mejilla, marcando un compás lento y profundo. Unos brazos me rodeaban como una jaula cálida, inquebrantable. Y mis dedos…
El corazón me dio un vuelco violento. Mis dedos estaban entrelazados con los suyos.
Mi cuerpo entero se tensó al comprender la realidad: me había dormido abrazada a él. El rubor me golpeó como una bofetada. Con un empujón torpe y desesperado, me aparté, arrastrándome hasta el borde mismo de la cama, casi cayendo al suelo en mi huida.
—¡¿Qué demonios haces en mi cama?! —mi voz salió más aguda de lo que pretendía, una mezcla estridente de indignación y vergüenza.
Rowan parpadeó, despertando con una lentitud que contrastaba con mi pánico. Se frotó el rostro con una calma exasperante, desperezándose como un león satisfecho. Luego me miró, y vi una chispa de diversión bailar en sus ojos grises.
—Curioso que lo preguntes —replicó, su voz ronca por el sueño, incorporándose apenas sobre un codo—. Porque no fui yo quien buscó contacto primero.
—¿Qué dices? —Fruncí el ceño, incrédula.
Él sostuvo mi mirada, divertido. Se inclinó hacia mí, apoyando la cabeza en la mano, y su sonrisa ladeada me hizo hervir la sangre.
—Mientras dormías, me cogiste de la mano. Y después… —su sonrisa se ensanchó apenas, perversa— te aferraste a mí como si fuera tu única tabla de salvación en medio de una tormenta.
—¡Eso es mentira! —El rubor me trepó por el cuello hasta incendiarme las mejillas.
Rowan arqueó una ceja, desafiante.
—¿Quieres que llame a los guardias para que confirmen que no me he movido de aquí desde anoche? —ironizó.
La indignación me ahogó cualquier respuesta ingeniosa. Me crucé de brazos, dándole la espalda bruscamente para que no viera cómo el calor del sonrojo me traicionaba. Odiaba que tuviera razón. Odiaba que mi cuerpo lo hubiera buscado mientras mi mente dormía.
—Eres un desgraciado —murmuré, la voz temblorosa.
No me dio tiempo a reaccionar. Su brazo se deslizó con decisión por mi cintura, firme y cálido, atrapándome antes de que pudiera apartarme. Tiró de mí hacia atrás hasta que mi espalda chocó contra su pecho sólido. El contacto me arrancó un estremecimiento que odié no poder controlar.
—¿Qué…? —mi protesta se quedó a medias.
Su aliento rozó mi oído, grave y cargado de una ironía peligrosa.
—¿No vas a darme un beso de buenos días, prometida?
El aire se me atascó en la garganta. Mi primer impulso fue girarme y soltarle una réplica afilada, recordarle que no era suya ni tenía derecho a reclamarme nada. Pero la presión de su brazo en mi cintura me inmovilizó un segundo más de lo que habría querido admitir. El calor de su piel traspasaba las telas finas de mi ropa de dormir, encendiéndome la sangre contra mi voluntad.
—Un tortazo te voy a dar. ¡Suéltame! —escupí, forcejeando inútilmente contra su fuerza.
Su brazo se afianzó, firme como un grillete de carne y calor.
—Dame un beso y lo haré —susurró, arqueando apenas una ceja. La provocación brillaba en sus ojos como acero bajo la luz del amanecer.
—Sigue soñando, Alteza —logré soltar, con una voz más firme de lo que me sentía por dentro.
Lo sentí reír, una vibración grave y profunda que se transmitió desde su pecho directamente a mi espalda. Ese sonido se deslizó por mi piel como una caricia no deseada, incendiando cada nervio, despertando sensaciones que no tenía derecho a sentir.