La Ultima Guardiana

CAPITULO 11

º

La idea brotó en mi pecho como aire puro tras semanas de asfixia.

El peso de cada humillación, cada manipulación, cada promesa rota se cristalizó en una sola certeza ardiente: tenía que irme. Rowan, sus juegos, sus secretos, la mujer perfecta en su umbral... nada de eso importaba ya.

Mi pulso se aceleró mientras mi mente cartografiaba cada rincón del castillo. Muros altos cubiertos de hiedra, pasillos flanqueados por armaduras, puertas vigiladas día y noche. Pero había grietas en todo sistema. Solo necesitaba encontrar la correcta.

No importaba cuántos guardias custodiaran las salidas. No importaba si el propio Rowan intentaba detenerme. Ya no sería su marioneta vestida de prometida.

Me iría del castillo.

Aunque fuera lo último que hiciera.

✦ ✦ ✦

Cerré la puerta de mi alcoba de un portazo y eché el cerrojo. El eco resonó como una declaración de guerra.

Caminé de un extremo al otro de la habitación, cada paso marcando el ritmo frenético de mi mente. Las torres eran demasiado altas para descender con sábanas. Los pasadizos secretos, si existían, permanecían ocultos para mí.

Pero si no podía escabullirme en silencio...

La idea me golpeó con la claridad brutal de un rayo.

Podía crear una distracción. Un pequeño caos doméstico que obligara a los guardias a entrar sin cautela. Fuego controlado, humo, pánico fingido... y mientras ellos lucharan por salvarme, yo me desvanecería.

Mis ojos se posaron en la cómoda junto al tocador. Pesada. Perfecta para una caída convincente. Los candelabros de latón brillaban sobre ella, sus velas casi consumidas. Un empujón estratégico, chispas sobre el tapete, llamas pequeñas pero suficientes...

No quería lastimar a nadie. Solo necesitaba esos preciosos segundos de confusión.

Respiré hondo.

Empujé la cómoda con fuerza. El estrépito fue ensordecedor. Los candelabros cayeron, las velas rodaron, y las primeras lenguas de fuego lamieron la alfombra. El humo se alzó más rápido de lo esperado, espeso y acre, mordiendo mis pulmones.

Me arrojé al suelo fingiendo un golpe, cerré los ojos y esperé.

Las botas resonaron en el corredor. Voces alarmadas. La puerta se abrió de par en par.

—¡Fuego! —gritó alguien—. ¡La señorita está herida!

Los dos guardias se lanzaron al interior. Uno corrió hacia las llamas, el otro hacia mí. Perfecto.

Cuando el segundo guardia se arrodilló a mi lado, alcé la mano temblorosa hacia él como pidiendo ayuda. En cuanto bajó la guardia, extraje el pomo de la daga del dobladillo de mi falda. Un golpe seco en la sien. El hombre se desplomó sobre mí sin un sonido.

El ruido de su caída alertó al otro. Se giró desde el fuego, los ojos desorbitados, justo a tiempo para ver la daga volar hacia él. Intentó esquivarla, pero mi segundo golpe lo alcanzó en la nuca. Cayó de bruces contra la alfombra en llamas.

Ambos inconscientes. Ambos respirando. El fuego seguía crepitando, extendiéndose por las cortinas con hambre voraz.

Oculté la daga, coloqué un cojín cerca de los guardias para simular un accidente, y salí corriendo.

✦ ✦ ✦

En la escalera de caracol, transformé mi huida en actuación. Mi grito desgarró el aire:

—¡Socorro! ¡Ayuda!

Dos soldados aparecieron al instante. Me dejé caer de rodillas, tosiendo con violencia.

—Ha sido... un accidente —jadeé entre lágrimas reales provocadas por el humo—. La cómoda cayó... el fuego... Por favor, ayudad a los guardias que me salvaron.

La urgencia de mis palabras los convenció. Corrieron escaleras arriba mientras el caos se extendía por toda la torre.

Y yo, libre al fin, descendí hacia mi libertad.

El jardín me recibió con luz cegadora tras la penumbra ahogada en humo. El aroma a hierba húmeda se mezcló con el hedor acre del incendio. A lo lejos, la muralla se alzaba como una frontera entre la prisión y el mundo.

La puerta al bosque estaba ahí. Tan cerca...

Intenté caminar con calma, pero mis piernas se movían más rápido de lo que pretendía, traicionándome con cada paso apresurado. El pulso me martilleaba las sienes. Casi podía sentir la libertad en mi piel, el sabor del aire del bosque, la promesa de un horizonte sin muros...

Cuando un cuerpo se materializó frente a mí como una montaña viviente.

El impacto me arrancó el aliento. Alcé la vista y me encontré con la sonrisa de un depredador.

Era inmenso. El cabello negro largo le caía sobre los hombros con descuido estudiado, y sus ojos de un azul profundo brillaban con diversión peligrosa. La piel bronceada hablaba de batallas bajo el sol. Una lanza descansaba en su espalda con la naturalidad de quien nunca la abandona.

—¿Y este cervatillo perdido quién es? —su voz profunda contenía ecos de risa.

—Perdón —murmuré jadeando, mientras lo rodeaba—. Tengo prisa.

—¡Hak! —la voz de Rowan cortó el aire como una espada—. No la dejes escapar.

Mi sangre se congeló. Giré la cabeza y lo vi: Rowan corriendo hacia mí desde el otro lado del jardín, el rostro contraído en furia. Eché a correr.

Pero las manos de hierro del gigante me atraparon antes de dar tres pasos. Un solo movimiento, y mis brazos quedaron inmobilizados contra mi cuerpo.

—Lo siento, cervatillo —murmuró en mi oído—. Órdenes son órdenes.

Me sacudí como una fiera enjaulada, clavando los talones en el suelo, arqueando la espalda. Era inútil. Su agarre era un grillete vivo.

—Fuerte para ser tan pequeña —rió, sin el menor esfuerzo—. Pero tendrás que esforzarte más.

Los pasos de Rowan se acercaron. Cuando lo vi, mi respiración se detuvo.

Su rostro era una máscara de furia y agotamiento. Gotas de sudor perlaban su frente. Sus ojos grises ardían como acero al rojo vivo.

La bofetada llegó sin aviso.

El chasquido resonó en el jardín. Mi mejilla se encendió con dolor punzante, pero fue otra cosa lo que me atravesó: humillación. No por el golpe en sí, sino porque una parte traicionera de mí sabía que lo merecía. Había lastimado a esos guardias. Había incendiado media torre. Y todo por una libertad que nunca estuvo realmente a mi alcance.




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