Hak, sin prisa, fue cerrando las contraventanas una a una. La luz se volvió más tenue, más dócil, hasta que el ambiente adquirió un aire íntimo que no había pedido. La habitación era amplia pero los muebles escasos: un diván de terciopelo oscuro donde me había refugiado, un sillón de respaldo alto junto a la chimenea apagada, y una mesa baja entre ambos.
—Bienvenida a tu nueva prisión, cervatillo —sentenció, dejándose caer en el sillón como si fuera un trono improvisado.
Se dio una palmada en la rodilla y añadió, con ese descaro que parecía formar parte de su piel:
—Bien, vamos a organizarnos. Yo voy por algo de comer, quizá un té para ese mal humor tuyo… y, si te portas bien, te cuento una historia del Norte.
Me crucé de brazos, devolviéndole una mirada afilada. El estómago, sin embargo, me traicionó con un retortijón. Un dolor sordo me atravesó el vientre, familiar y maldito. No había probado bocado desde la noche anterior, y encima mi amiga íntima amenazaba con llegar en el peor momento posible.
Perfecto, pensé con amargura. Encerrada, hambrienta, con calambres inminentes, y vigilada por un grandullón insoportable. Que se aguantaran ellos con las consecuencias.
Hak volvió al poco rato, empujando la puerta con el hombro mientras equilibraba una bandeja enorme. Pan caliente, un cuenco de estofado humeante, fruta y una jarra de agua fresca. Silbaba bajito, sus ojos brillando con esa diversión que me sacaba de quicio.
—Aquí tienes, cervatillo. Desayuno tardío para una fugitiva frustrada —anunció con tono triunfal, dejando la bandeja sobre la mesa baja—. El mejor banquete que pude robar de las cocinas sin que me echaran a patadas.
Lo miré sin moverme, sin darle el placer de mi agradecimiento.
—¿Qué quieres, que te aplauda?
—No estaría mal —rió, hundiéndose de nuevo en el sillón con insultante soltura—. Tres pisos cargando esto y ni una palabra de agradecimiento… ingrata.
Le arrebaté un trozo de pan, más por llevarle la contraria que por hambre real.
—Podrías haberte quedado abajo.
Hak se inclinó ligeramente hacia adelante, sus ojos azul oscuro centelleando con algo peligroso.
—¿Y perderme este mal humor encantador? Imposible.
—¿Banquete, dices? —arqueé una ceja, con sorna—. He visto perros comer mejor.
Hak soltó una carcajada grave que le retumbó en el pecho, acomodándose aún más en el sillón como si mi insulto fuera un cumplido.
—Pues si sigues con ese humor, igual te enjaulo y cobro entrada.
—Qué gracioso.
—Siempre —replicó, y esa expresión ladina volvió a su rostro, la misma que usaba cuando sabía que me estaba sacando de quicio.
Lo observé con recelo y lancé la pulla que me rondaba la lengua:
—¿Y no habrá veneno? Sería la jugada perfecta: matarme mientras finjo confiar en ti.
Hak rio, sacudiendo la cabeza. Se levantó del sillón con una fluidez que me recordó a un depredador, cruzó la habitación en tres zancadas y, antes de que pudiera protestar, se dejó caer en el diván junto a mí.
Demasiado cerca. Lo bastante cerca como para que el calor de su cuerpo me rozara la piel desnuda de los hombros.
Apoyó una mano en el respaldo.
—¿Veneno? Créeme, cervatillo… —hizo una pausa deliberada, sus ojos clavándose en los míos—. Si algún día quisiera matarte, sería de otra manera. Mucho más entretenida.
Rodé los ojos, aunque mis mejillas ardieron pese a mí. Le di otro mordisco brusco al pan para evitar mirarlo.
—Eres odioso.
—Gracias —rió él, recostándose contra el respaldo con la soltura de un gato bien alimentado—. Me esfuerzo cada día.
—No creas que esto compensa nada. Sigues siendo mi carcelero.
Hak se encogió de hombros, arrancando una uva del plato y lanzándosela a la boca con puntería perfecta. La atrapó sin apartar sus ojos de mí.
—Carcelero, guardaespaldas, cocinero ocasional… lo que necesites, princesa. Soy versátil.
—No me llames princesa.
—Como quieras, cervatillo.
—Tampoco eso.
Esa chispa maliciosa volvió a iluminar su mirada, y sus labios se curvaron con diversión genuina.
—Entonces tendré que inventar un apodo nuevo… algo que te saque aún más de quicio.
Me quedé mirándolo con los ojos entrecerrados, odiando la forma en que se reía descaradamente de mi enfado, odiando más aún que una parte traidora de mí empezara a encontrarlo menos insoportable.
Agarré el cuenco de estofado con más brusquedad de la necesaria y me lo acerqué. El aroma a carne y especias me recordó lo hambrienta que estaba. Di una cucharada, intentando ignorar su mirada fija en mí.
—A ver… cuéntame. —Hak se recostó contra el respaldo, estudiándome con esa intensidad burlona que me ponía los nervios de punta—. ¿Querías huir así, al bosque? ¿O pensabas enamorar a un oso?
Me quedé con la cuchara a medio camino, atrapada entre la indignación y la sorpresa absoluta.
—Qué… —el rubor me trepó al cuello como fuego líquido—. ¡Idiota!
Dejé el cuenco de golpe, agarré el trozo de pan que me quedaba y se lo lancé con toda la fuerza que la rabia me concedió.
Hak lo atrapó al vuelo con una mano, sin apartar los ojos de mí. Lo olió con exageración teatral, inhaló profundo como si fuera el manjar más exquisito del reino, y se lo llevó a la boca con una calma que rayaba en lo insultante.
—Mmm… delicioso. —Masticó despacio, saboreando cada segundo de mi furia—. Si todos tus ataques son así, cervatillo, creo que voy a sobrevivir a esta guardia sin un rasguño.
—Ojalá te atragantes —le espeté, volviendo a agarrar el cuenco con rabia y dándole otra cucharada furiosa.
Él rió, esa carcajada grave que le nacía del pecho y reverberaba en el aire como un trueno lejano. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, acortando la distancia entre nosotros con una facilidad que me erizaba la piel.
—Admito que tienes más genio que muchas guerreras del Norte. Y eso que ellas al menos saben compartir la comida en lugar de usarla como arma.