Rowan estaba de pie en el umbral como una estatua tallada en hielo y sombras, inmóvil, letal. La luz del mediodía lo rodeaba como una aureola dorada, pero había algo en su quietud que me recordaba a los depredadores antes del ataque—esa calma antinatural que precedía a la violencia. Cada ángulo de su figura se recortaba con una precisión casi cruel contra el marco de la puerta, como si el sol mismo lo hubiera elegido para ser el presagio de mi perdición. Sus ojos grises barrieron la habitación con la lentitud calculada de un cazador evaluando su territorio, catalogando cada detalle, cada amenaza, cada debilidad. Primero se detuvieron en Hak—reclinado en el suelo con las manos entrelazadas tras la cabeza y esa sonrisa torcida que gritaba peligro a cualquiera con dos dedos de frente—y luego, inevitablemente, se clavaron en mí. Aún estaba tendida en el charco de luz solar como una gata indolente, el satén azulado de mi vestido extendido a mi alrededor como pétalos dispersos. La tela se había deslizado peligrosamente hacia arriba, exponiendo más pierna de la que cualquier dama decente mostraría jamás, y el escote pronunciado dejaba poco a la imaginación. Me sentí desnuda bajo su mirada, como si pudiera ver a través de la seda hasta llegar a mi alma. El aire entre nosotros se espesó hasta convertirse en algo tangible, pesado, cargado de electricidad estática que me erizó cada centímetro de piel expuesta. Podía sentir la tormenta acumulándose en el espacio que nos separaba. —¿Qué es esto? Su voz fue baja, grave, con ese filo afilado que cortaba más profundo que cualquier espada forjada en las fraguas del reino. No era una pregunta. Era una acusación envuelta en terciopelo negro, una sentencia pronunciada por un juez que ya había decidido mi culpabilidad. El sonido me atravesó como una lanza de hielo, y tragué saliva antes de que mi garganta pudiera cerrarse completamente. Hak, lejos de inmutarse ante la tensión que ahora vibraba en el aire como cuerdas de arpa demasiado tirantes, se incorporó despacio. Cada movimiento era una sinfonía de control muscular, la fluidez líquida de un guerrero que saborea la batalla antes de entrar en ella. Sus músculos se ondularon bajo la tela de su camisa mientras se alzaba, y pude ver el momento exacto en que decidió convertir la provocación en un arte. —Tomando el sol, Alteza. Su voz sonó casi inocente, pero la sonrisa que curvaba sus labios era pura insolencia destilada en su forma más pura. Era la sonrisa de un hombre que había visto arder imperios y se había calentado las manos al fuego de su destrucción. Hizo una pausa deliberada, dejando que el silencio se espesara como miel envenenada entre nosotros, antes de añadir con descaro afilado como un cuchillo recién forjado: —El encierro se hace más llevadero así. Ya sabe... un poco de vitamina D para la prometida. La última palabra cayó entre nosotros como una bomba silenciosa. Me incorporé de golpe, mi cuerpo reaccionando antes que mi mente. El rubor me ardió en las mejillas como fuego líquido, la indignación trepándome por la garganta hasta casi ahogarme. El movimiento brusco hizo que el vestido se deslizara aún más, y tuve que tirar desesperadamente de la tela para cubrirme mientras mi corazón martillaba contra mis costillas como un pájaro enjaulado. —No soy la prometida de nadie —bufé, las palabras saliendo más para Hak que para Rowan, aunque sonaron demasiado defensivas para ser creíbles, demasiado desesperadas para ser convincentes. Pero el príncipe no apartó la vista. Sus ojos seguían fijos en mí con la intensidad de un láser, y su mandíbula era puro acero contenido—la línea tensa de alguien que luchaba contra algo invisible y peligroso que amenazaba con explotar en cualquier momento. —Levántate, Layla. La orden cayó sin elevar la voz, pero con un peso que no admitía réplica. Sus ojos no dejaban de evaluar la escena —a mí, a Hak, la cercanía entre nosotros. Me puse de pie lentamente, sacudiéndome el vestido. El rubor aún me quemaba las mejillas. —Estaba tomando el sol. No hay nada malo en eso. Rowan no respondió de inmediato. Su mandíbula se tensó visiblemente, como si estuviera mordiendo palabras que no podía pronunciar. Finalmente, apartó la mirada de Hak y me miró directamente. —Los guardias a los que casi quemas ayer están bien. El fuego fue controlado antes de que se extendiera. Hizo una pausa, y entonces el sarcasmo goteó de sus labios como veneno: —Gracias por tu preocupación. El golpe me atravesó. Bajé la mirada, sintiendo cómo la vergüenza y la rabia peleaban dentro de mí. —Lo siento—murmuré, aunque las palabras me quemaron—. No quería que nadie saliera herido. Rowan suspiró, el sonido llenando el silencio entre nosotros. Por primera vez pude ver las líneas de tensión alrededor de sus ojos, la rigidez en sus hombros que hablaba de noches sin dormir y días interminables. —He pasado toda la mañana reunido con el consejo. Su voz sonaba cansada, áspera. Se frotó el puente de la nariz con dedos que temblaban apenas. —No les habías causado buena impresión desde el principio, Layla... pero ahora tu reputación está por los suelos. Y cada rumor sobre ti se convierte en un arma que usan contra mí en el consejo. Lo fulminé con la mirada. —Perfecto. Así tienen otra excusa para odiarme. Dio un paso hacia mí, su sombra extendiéndose sobre el suelo como tinta. —No entiendes lo que significa. El consejo no solo te juzga a ti... me juzga a mí por tenerte aquí. Cada cosa que haces, cada susurro en los pasillos, es un filo que puede volverse contra los dos. Le sostuve la mirada, sintiendo cómo el pulso me latía con fuerza en el cuello. —¿Entonces qué quieres de mí? ¿Que me quede encerrada aquí sin hacer nada? ¿Que sonría y finja ser la perfecta prometida? Un destello peligroso cruzó sus ojos. —Quiero que sobrevivas. —¡No puedo fingir lo que no soy! No puedo convertirme en una muñeca decorativa que solo sirve para adornar tu mentira política. Las palabras explotaron fuera de mí como agua rompiendo una presa. Abrí las manos en un gesto de desesperación total. Su rostro permaneció inmóvil como piedra, pero pude ver el músculo de su mandíbula tensarse. —Si voy a las reuniones, no pienso quedarme callada. Y a tu consejo eso les horroriza. Rowan dio otro paso hacia mí, eliminando el espacio entre nosotros. El aire se volvió denso, cargado. —¿Crees que no lo sé? Cada vez que hablas, los escandalizas porque no están acostumbrados a que nadie —nadie— se atreva a desafiarlos. Y porque eres tú. —¿Y eso qué significa?—pregunté, el nudo en mi garganta amenazando con asfixiarme. Sus ojos brillaron con algo que no pude identificar—furia mezclada con algo más profundo, más peligroso. —Que tu voz pesa más de lo que crees. Y que, si no aprendes a usarla bien, ellos la usarán para destruirte. Mis labios temblaron involuntariamente. Odiaba admitir que tenía razón. Me crucé de brazos, girando el rostro. —¿Y qué propones? Rowan sostuvo mi mirada durante un largo instante. La luz del mediodía marcaba cada línea de su rostro con precisión brutal. —Que uses la cabeza. No te pido que sonrías como una muñeca ni que te calles. Solo que midas lo que dices, cuándo lo dices... y a quién. —¿O sea, que juegue sucio como ellos?—repliqué, la rabia latiendo en mi garganta. Un destello peligroso cruzó sus ojos. —Que aprendas a jugar. Sucio o no, es el único tablero que tenemos. El silencio cayó entre nosotros, afilado. Estaba tan cerca que podía sentir el calor irradiando de su pecho, el aroma masculino mezclado con pergamino y tinta. —No sé, Rowan—dije más bajo, mi voz casi un susurro—. Esto se está saliendo de control. No es lo que esperaba. No es lo que quería. Hice una pausa, tragando saliva: —Prefiero no ser nadie aquí. Antes... al menos era libre. Pobre, hambrienta, desesperada, pero libre. Su silencio me apretó más que cualquier grito habría podido hacerlo. Me observaba con esa mirada impenetrable, midiendo cada palabra que no decía, pesando cada sílaba que colgaba en el aire entre nosotros. Y entonces habló, con la firmeza inflexible de quien ya ha decidido por los dos: —No. Seguiremos con mi plan. La frase cayó como una cadena de hierro forjada específicamente para mis tobillos. —A partir de mañana—añadió, su tono helado como una hoja recién salida del agua fría— tendrás lecciones. Fruncí el ceño, genuinamente confundida por el giro que había tomado la conversación. —¿Lecciones? —Sí. Su respuesta fue tajante, definitiva. —No pienso permitir que vuelvas a exponerme ante el consejo ni que te conviertas en blanco fácil de su desprecio aristocrático. Tendrás entrenamiento completo en protocolo, dicción, cortesía. Todo lo necesario para moverte en este mundo sin que te devoren viva. —¡Ni loca! ¡Rowan, no! Mi voz rebotó en las paredes de piedra, crispada y desesperada, aunque ya no tenía la misma fuerza explosiva que antes. Era la protesta de alguien que sabe que está perdiendo la batalla. —Eres mi prometida ante los ojos de todos en este reino, y eso te guste o no, implica desempeñar un papel específico. Se acercó más, eliminando los últimos centímetros que nos separaban. Sus dedos rodearon mi muñeca con una suavidad que me sorprendió —no para sujetarme como un carcelero, sino para anclarme como si temiera que me rompiera en mil pedazos. —Por favor, Layla... Su mentón rozó mi coronilla, y su aliento cálido me erizó cada centímetro de piel en mi nuca. Podía sentir el calor de su cuerpo irradiando a través de la tela de su camisa, podía oler el aroma a sándalo y algo indefiniblemente masculino que me hizo cerrar los ojos involuntariamente. —No sabes la presión que tengo encima ahora mismo. Mi padre regresa en dos semanas, y llevo días atrasado por haber estado herido y fuera de servicio. El nudo en mi garganta se deshizo como seda cortada, las palabras saliendo en un hilo de voz apenas audible: —Lo... lo siento. Rowan soltó una risa baja, cálida, que sonó como una grieta abriéndose en su armadura perfectamente pulida. —La recibiría una y mil veces más, Rebeldía. Suspiré, luchando contra la sonrisa que amenazaba con curvarse en mis labios. —¿Qué os pasa a los dos con los malditos apodos? Sus ojos grises brillaron con un destello más suave, más cálido, como plata derretida bajo la luz del fuego. —Esa es una buena historia. Pero te la contaré en otro momento. Enderezó la espalda gradualmente, y pude ver el momento exacto en que el hombre vulnerable desapareció y el príncipe regresó, erigiendo sus defensas una por una como un castillo reconstruyéndose. —Ahora tengo que volver a mi montaña de papeles y responsabilidades principescas. Me mordí el labio inferior, dejando escapar un suspiro que sonó más cansado de lo que pretendía. —Cuando vuelvas, tenemos que hablar. Sin secretos, sin medias verdades, sin juegos políticos. Si no estás demasiado cansado para una conversación honesta, claro. —De acuerdo. Su respuesta fue breve, pero pude ver la sinceridad brillando en sus ojos como una promesa silenciosa. Hak, que hasta entonces había permanecido en silencio como una sombra observando desde las esquinas, inclinó la cabeza con una sonrisa apenas disimulada curvando sus labios. —Y yo sugiero que nos vayamos de picnic. Al mar. El corazón me dio un vuelco violento. ¿El mar? Nunca había visto el mar. Solo había oído historias —leyendas susurradas en las calles del Este sobre agua infinita que se extendía más allá de lo que el ojo podía ver, olas que rugían como bestias, sal en el aire que lo cambiaba todo. Rowan arqueó una ceja, genuinamente sorprendido por la propuesta inesperada, pero yo no pude contener la emoción que me burbujeó en el pecho como agua hirviendo. —¿Al mar?—repetí antes de que Rowan pudiera responder, y odié cómo mi voz sonó demasiado esperanzada, demasiado joven. —Sí—replicó Hak, con media sonrisa desafiante bailando en su rostro, aunque sus ojos se deslizaron hacia mí con algo parecido a la satisfacción—. La cervatillo lleva demasiado tiempo encerrada entre estas cuatro paredes. Le vendrá bien un poco de aire fresco salado. Un lugar sin muros, sin consejos políticos, sin cotilleos de aristócratas. Mis manos se cerraron involuntariamente sobre la tela de mi vestido. El mar. Intenté mantener la expresión neutral, pero algo debió traicionarme porque vi cómo Rowan me observaba con esos ojos grises que veían demasiado. —En cuatro días—dijo finalmente, y algo en su tono se había suavizado. No pude evitarlo. Una sonrisa se escapó de mis labios antes de que pudiera contenerla —pequeña, pero genuina. *** Cuando Rowan desapareció por la puerta como una sombra elegante, el silencio quedó suspendido en el aire un instante, pesado y cargado de todo lo que no habíamos dicho. —¿Ya escondiendo los colmillos, cervatillo? Me dejé caer junto a él en el suelo bañado de luz solar, cruzando las piernas como si estuviéramos sentados en un campamento alrededor de una fogata y no en la jaula más lujosa del mundo. El sol entraba a raudales por la ventana abierta, bañando la estancia en un resplandor dorado que no dejaba sitio a las sombras —solo luz pura, cálida, reconfortante. —Tiene razón—admití al fin, con un suspiro—. Provoqué un incendio y acabo gente herida. No estoy acostumbrada a medir las consecuencias de lo que hago. Hak me observó en silencio durante varios segundos, sus ojos más serios de lo habitual, como si estuviera viendo algo en mí que no había notado antes. Luego se encogió de hombros con esa naturalidad suya que hacía que todo pareciera simple. —Nadie nace sabiendo cómo vivir con eso. Ni siquiera los que crecimos aquí dentro. Su voz tenía un matiz diferente ahora, más reflexivo, menos burlón. —Aunque no te lo creas, Rowan también tuvo que aprenderlo a la fuerza. Levanté la mirada, sorprendida por el cambio de tema. —Es así por naturaleza: intenta cargar con todo el peso del mundo en sus hombros. Quiere salvar a todo el mundo... aunque nadie se lo haya pedido específicamente. Una risa seca le escapó, más cansada que burlona, cargada de años de observación. —Ese es su mayor defecto y su mayor virtud al mismo tiempo: no entiende que no todo el mundo necesita ser salvado de sus propias decisiones. Lo miré de reojo, arqueando una ceja con curiosidad genuina. —¿Y tú sí lo entiendes? Hak sonrió, pero esta vez sin su habitual ironía cortante. —Digamos que prefiero luchar al lado de alguien como igual, no ser el peso extra que tienen que cargar en sus espaldas. Me dio un leve toque con el hombro, un gesto casual que me recordó la facilidad con la que me había llevado horas antes, como si no pesara más que una pluma. —Aunque admito abiertamente que a veces me gusta provocar. Es una debilidad personal. Rodé los ojos, pero una risa breve me escapó sin permiso, burbujeando desde algún lugar profundo que había olvidado que existía. —Ah, mírala... Chasqueó la lengua, divertido, sus ojos brillando con algo cálido y genuino. —Así que al final sí sabes sonreír. Qué alivio tan tremendo para mi ego. —Cállate—le empujé el pecho, aunque la sonrisa traidora seguía adhiriéndose a mis labios como miel. —Oye, oye... Rió, su voz grave vibrando demasiado cerca de mi oído, enviando ondas de calor por mi columna vertebral. —Si querías tocarme, solo tenías que pedirlo cortésmente. Antes de que pudiera replicar con alguna respuesta mordaz, sus brazos se movieron con la rapidez letal de un cazador experimentado. Me atrapó por la cintura como si fuera lo más natural del mundo y me sentó en su regazo con esa facilidad irritante y fascinante que solo él parecía poseer. Me sujetó firmemente contra él, manteniéndome en su lugar con una firmeza que no era opresiva sino posesiva de una manera que me hizo tragar saliva. —¡Qu-Qu-Qué haces?!—balbuceé, sintiendo cómo el rubor me escalaba por las mejillas hasta las puntas de las orejas como fuego líquido corriendo por mis venas. Mi corazón comenzó a martillear contra mis costillas con un ritmo errático, demasiado rápido, demasiado fuerte. —Muéstrame otra vez esa sonrisa—susurró, inclinándose hasta que su rostro rozaba el mío. Su aliento caliente me quemó la piel expuesta de mi cuello, y cada palabra que pronunciaba caía sobre mí como una caricia peligrosa, cargada de promesas que no me atrevía a interpretar. —¡No!—grité, girando la cabeza con brusquedad para ocultar mi sonrojo traicionero. Pero el movimiento desesperado solo logró dejar expuesto mi cuello —vulnerable, pálido como porcelana bajo la luz dorada que aún entraba por la ventana. Y entonces lo sentí. Su lengua, húmeda y atrevida, se deslizó por el arco sensible de mi cuello con un descaro absoluto. El contacto fue eléctrico —la respiración se me atascó en la garganta mientras el calor se extendía por mi piel como fuego líquido, atrapado en algún lugar peligroso entre la indignación y algo mucho más oscuro que no me atreví a reconocer. —¡Hak!—grité, revolviéndome en su agarre como un animal salvaje atrapado—. ¡Eres un... un cerdo sin escrúpulos! Él rió contra mi piel, el sonido grave y ronco vibró directamente contra mi cuello, enviando más ondas de calor imposible por mi columna vertebral. —Un cerdo, sí... pero parece que tu piel no tiene ninguna queja al respecto. Plantó un beso húmedo justo detrás de mi oreja, y luego, con una audacia que me dejó sin aliento, mordió suavemente el lóbulo de mi oreja. El contacto fue tan inesperado, tan íntimo, que tuve que morderme el labio inferior con fuerza para reprimir el gemido que amenazaba con escaparse de mi garganta. Mi cuerpo entero tembló involuntariamente. Tiré con toda la fuerza que pude reunir, pataleando desesperadamente, mis muñecas forcejeando contra las suyas en una batalla que sabía que estaba perdiendo. Pero su abrazo era como un grillete cálido, imposible de romper, diseñado perfectamente para mantenerme exactamente donde él quería. —Tch, qué pena... Murmuró Hak, retirándose apenas lo suficiente para que pudiera respirar, aunque sus brazos seguían firmes alrededor de mi cintura como cadenas de seda. —Bueno, entonces, cuéntame tu historia. ¿Cómo acabaste convirtiéndote en una gatita salvaje con garras tan afiladas? El comentario me desarmó completamente. No supe si responder con sarcasmo corrosivo o simplemente concentrarme en respirar. El aire se había vuelto espeso entre nosotros, cargado de algo indefinible que ninguno de los dos quiso nombrar en voz alta. —No soy ninguna "gatita"—espeté, empujando su pecho musculoso con las palmas de mis manos, completamente inútil—. Y mi historia no es asunto tuyo. Hak ladeó la cabeza, sus ojos brillando con diversión genuina y algo más profundo. —Claro que es asunto mío. Tiró suavemente de mis muñecas hacia abajo, inclinándome apenas unos centímetros más cerca de él. Pude sentir el calor irradiando de su piel, el aroma masculino que parecía ser únicamente suyo —algo como bosque después de la lluvia mezclado con acero templado. —Ahora soy tu sombra oficial. Y un hombre necesita saber con exactitud con qué clase de fiera hermosa y peligrosa se ha metido. Rodé los ojos, luchando por disimular la presión que se había instalado en mi pecho como una piedra caliente. —¿Quieres saber mi historia?—pregunté, la voz saliendo más baja de lo que pretendía, casi como un gruñido. —Exacto. Su sonrisa se ensanchó, descarada y genuinamente interesada, mientras su pulgar comenzó a rozar distraídamente el interior de mi muñeca. El contacto aparentemente inocente envió ondas de calor corriendo por mi brazo. —¿Qué fue exactamente lo que rompió a la dulce cervatilla para convertirla en esta gata salvaje que me muerde cada vez que respiro cerca de ella? —Si quieres saber mi historia—le desafié, arqueando una ceja con toda la dignidad que pude reunir en mi posición comprometida—, cuéntame primero la tuya. Hak sostuvo mi mirada durante un segundo eterno y luego rió —una risa corta, seca, pero no desprovista de afecto. —¿Mi historia? Muy bien. Se recostó contra la pared, acomodando los recuerdos como si fueran objetos físicos que pesaran demasiado en sus manos. —Ya sabes que vengo de los Clanes del Norte. Asentí en silencio, esperando. —Allí la infancia no es amable—continuó, la voz volviéndose más grave, más áspera, cargada de memorias que claramente dolían—. Las mujeres solo sirven para parir la próxima generación de guerreros; los hombres, para traer carne de las cacerías y defender el fuego tribal. Los inviernos matan tanto como las guerras entre clanes. Su sonrisa se desvaneció hasta convertirse en algo sombrío. —A mí me encontraron medio muerto en el bosque cuando era apenas un crío. El jefe de la aldea me recogió como quien recoge un cachorro perdido, me dio su nombre y su protección, y me enseñó a pelear como si mi vida dependiera de ello —porque así era. Su mano rozó inconscientemente su cuello, como si aún pudiera sentir la cicatriz de algún pasado perdido en la bruma de memorias fragmentadas. —Antes de eso... no recuerdo absolutamente nada. Ni mi nombre real, ni de dónde venía, ni quiénes fueron mis padres. Solo fragmentos —imágenes borrosas de fuego y gritos que podrían ser recuerdos reales o pesadillas. —Cuando el jefe envejece —prosiguió, su voz tomando un matiz más duro—, los hombres más fuertes luchan por el derecho a sucederlo. Yo era cinco años más joven que todos los demás pretendientes. —Y supongo que te dieron una paliza memorable—aventuré, aunque algo en su expresión me decía que la historia no terminaba como esperaba. Sus labios se curvaron en una sonrisa que era puro filo, peligrosa y hermosa al mismo tiempo. —Eso creían ellos. Se inclinó un poco más cerca, la voz cargándose de un orgullo contenido que era completamente justificado. —Soy el general Hak Son Gun, de las Tierras del Norte. Algunos me conocen por un título menos formal: la Bestia del Trueno. El silencio que siguió se llenó de electricidad estática. Me erizé involuntariamente, como si ese nombre arrastrara consigo el rugido de una tormenta ancestral, el eco de batallas ganadas con sangre y determinación. —Bestia, desde luego—murmuré, intentando cubrir el estremecimiento involuntario con una sonrisa torcida—. Eso explica muchas cosas. Hak rió, el sonido grave resonando entre nosotros como truenos lejanos. —Te lo advertí desde el principio, cervatillo. Conmigo nunca sabes si reír o echar a correr como si te persiguieran los demonios del infierno. Hizo una pausa, sus ojos encontrando los míos con una intensidad renovada. —Te toca, gatita. Chasqueé la lengua y aparté la mirada, evitando el peso de su atención. El sol que aún caía sobre mi piel ya no me calentaba de la misma manera; ahora solo me recordaba el vacío helado que me había traído hasta este lugar, hasta esta situación imposible. —Yo... provengo del Este—empecé, la voz saliendo más ronca de lo que pretendía. Las palabras parecían raspar mi garganta al salir, como si hubieran estado enterradas demasiado profundo durante demasiado tiempo. —Y allí nada es fácil, nada es simple, nada es hermoso. Hak asintió sin una pizca de burla esta vez, sus ojos completamente serios. —Mmm, tampoco es tierra de rosas y cuentos de hadas. —No. Tragué saliva, sintiendo como si estuviera a punto de abrir una herida que nunca había sanado completamente. —Solo hay enfermedad que se extiende como la peste, hambre que te carcome desde adentro, e indecencia que se ha vuelto la norma porque la supervivencia no permite lujos morales. Mi garganta se cerró un instante. Miré hacia el techo, buscando aire en algún lugar entre los recuerdos polvorientos. —Mis padres murieron... o desaparecieron. Nunca supe cuál de las dos versiones era la verdad real. A veces pienso que me abandonaron cuando se dieron cuenta de que no podían alimentar otra boca; otras veces creo que la miseria simplemente los tragó sin aviso, como hace con tantos otros. Las palabras me temblaban al salir, pero no las detuve. Era como si una presa hubiera estallado dentro de mí. —Pero tenía a mi hermano. Él era... lo era todo para mí. Mi mundo entero cabía en su sonrisa. Mi voz se suavizó involuntariamente al recordar. —Me enseñó a leer con fragmentos de periódicos viejos, a robar solo lo necesario para sobrevivir otro día más, a esconderme en las sombras cuando los peligros se acercaban demasiado, a pelear con uñas y dientes cuando no quedaba otra opción. En el Este, o te defiendes... o te devoran viva sin contemplaciones. Antes de que pudiera detenerlas, las lágrimas comenzaron a deslizarse por mis mejillas —silenciosas, traicioneras, ardiendo como ácido contra mi piel. —Cuando decidió alistarse en el ejército—continué, la voz comenzando a quebrarse en los bordes mientras me limpiaba las lágrimas con el dorso de la mano en un gesto brusco, casi furioso—, lo hizo bajo las órdenes directas de Rowan. Creí que era un acto de honor, una oportunidad de encontrar algo mejor que la vida que habíamos conocido. Pensé que regresaría por nosotros convertido en un héroe. Mi voz se quebró completamente, y el silencio cayó entre nosotros como un peso físico. Más lágrimas cayeron, imparables ahora, trazando caminos ardientes por mi rostro. No me molesté en secarlas. —Hasta que llegó la segunda carta. Esa maldita carta que decía que había caído en combate, que había muerto sirviendo al reino. Cerré los ojos con fuerza, apretando los puños hasta clavarme las uñas en las palmas, pero el temblor de mi cuerpo no cedió.
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