La Ultima Guardiana

CAPITULO 14

—Perdí completamente la cabeza. Juré vengarle; juré romper todo lo que le hubiese arrebatado la vida. Me lancé a buscar culpables, pruebas, nombres... cualquier cosa que me diera el derecho a llevar su muerte hasta quien realmente la mereciera. Un sollozo se me escapó antes de que pudiera contenerlo. Me mordí el labio con fuerza, intentando recuperar el control, pero las lágrimas seguían cayendo como si hubiera abierto una compuerta que llevaba años cerrada. Me encogí de hombros en un gesto de derrota, las palabras atascadas en mi garganta, mientras me pasaba las manos por la cara en un intento desesperado de borrar las lágrimas que no dejaban de brotar. Con un movimiento suave, extendió la mano y secó una lágrima de mi mejilla con el pulgar. El gesto fue tan inesperadamente tierno que un nuevo sollozo se me atascó en la garganta. —No es una historia bonita—murmuré con la voz rota, aún llorando—. Es una madeja enredada de mentiras, pérdidas y medias verdades que se contradicen entre sí. Y hasta que no logre desenredar todo ese desastre, la sed de venganza me seguirá quemando por dentro como ácido. Hak permaneció callado durante un instante que se sintió eterno, la expresión serena pero concentrada, como si estuviera procesando cada palabra que había salido de mi boca. Luego apoyó una mano sobre la mía —firme pero sin presión, como un ancla en medio de una tormenta. —Las cartas mienten tanto como la lengua plateada de un noble—continuó sin pausa—. La verdad real siempre está en los márgenes: quién las envía realmente, quién las recibe, qué información se omite deliberadamente. Su voz era baja, con ese acento del norte que siempre sonaba a roca sólida y fuego ancestral. —No es extraño que te falten piezas cruciales del rompecabezas. Asentí, sabiendo instintivamente que tenía razón. Lo que no esperaba fue el tono que siguió —más cercano, más protector, cargado de una determinación que me sorprendió. —Juraste venganza porque te quedaste completamente sola con lo único que te dejaron: dolor crudo y silencio ensordecedor. Pero la venganza sin un mapa claro es solo rabia ciega que devora a quien la lleva dentro. Sonrió, pero era una sonrisa dura, afilada como una hoja. —No te estoy diciendo esto para frenarte o para que abandones tu búsqueda. Te lo digo para que sobrevivas a ella cuando finalmente llegues al final del camino. Me incorporé un poco en su regazo, obligándolo a sostenerme la mirada directamente. Había algo en sus ojos —la dureza templada de un guerrero experimentado mezclada con la paciencia infinita de quien ya ha visto romperse demasiados juramentos, demasiados corazones, demasiadas vidas. —Te enseñaré a moverte por el mundo sin que te vean venir hasta que sea demasiado tarde. A asegurarte de que, si alguna vez vuelves a jurar algo, lo hagas con todas las piezas del tablero a la vista. Su voz sonaba como una promesa forjada a fuego lento, templada en las fraguas de la experiencia. Su mano permanecía sobre la mía —cálida, tranquila, sorprendentemente reconfortante. Lo observé realmente por primera vez: su chulería habitual se había transformado en algo completamente diferente, una gravedad nueva que era peligrosa de una manera completamente distinta. —No te prometo que será fácil—añadió en voz baja, cada palabra cargada de sinceridad—. Ni que no va a doler como el infierno. Pero puedo enseñarte a que la rabia tenga sentido real, a que sirva para algo más que consumirte. A que no te desangres persiguiendo fantasmas. —¿Y por qué lo harías?—pregunté, porque necesitaba oír la respuesta en voz alta. Hak se encogió de hombros con esa naturalidad suya, aunque una sonrisa apenas se dibujó en sus labios. —Porque me intrigas más de lo que debería ser saludable, cervatillo. Y porque no me gustan las pérdidas estúpidas e innecesarias. Solté una risa seca que sonó más amarga de lo que pretendía. —Entonces empecemos—dije, usando exactamente la misma voz que había empleado mil veces para prometerme venganza en la soledad de noches sin luna—. Pero con mis condiciones: no quiero condescendencia ni que me trates como si fuera de cristal. Si realmente vas a enseñarme, hazlo bien. Hak sonrió, y esa sonrisa era puro filo de acero recién afilado. —Entrenamiento físico intensivo al amanecer: carrera por los muros del castillo, lucha cuerpo a cuerpo hasta que sepas defenderte de cualquier atacante, manejo de daga hasta que se convierta en una extensión de tu brazo. Hizo una pausa, sus ojos brillando con anticipación. —Por la tarde, mapas detallados, rutas de escape, identificación de alianzas políticas. Y por la noche... Bajó el tono, divertido pero completamente serio: —Podríamos practicar cómo mentir sin que te tiemble la voz, cómo leer las microexpresiones de la gente, cómo manipular una conversación para obtener información. Su expresión se endureció ligeramente. —Empiezas mañana al amanecer. Entrenamiento duro, sin cuentos de hadas, sin contemplaciones. Asentí, sintiendo algo parecido a la esperanza burbujeando en mi pecho por primera vez en meses. —Trato hecho. —Perfecto. Su voz se volvió un poco más suave, pero mantuvo esa firmeza de acero. —Y lo primero que aprenderás será a levantarte antes de que te golpeen. Así que duerme temprano esta noche. Mañana madrugamos en serio. Asentí con una seriedad que no había sentido en mucho tiempo. De pronto, Hak giró apenas la cabeza hacia la puerta, como si hubiera detectado un sonido que mis oídos no habían captado. Yo no percibí absolutamente nada, pero sentí su mano moverse para darme un toque en el muslo—un gesto brusco y familiar que era más broma juguetona que orden. —Qué fácil es domesticarte, ¿no? Murmuró con ese tono grave y burlón que parecía vibrar directamente contra mi piel, enviando ondas de calor por lugares que prefería no mencionar. —Pareces estar muy cómoda ahí sentada. La burbuja de mis pensamientos profundos estalló como un globo pinchado. Fue entonces cuando tomé conciencia real de mi posición: seguía en su regazo, completamente relajada contra su pecho, como si fuera lo más natural del mundo. El rubor me subió por el cuello como fuego líquido. —¡Suéltame ya! —exclamé, empujando su pecho con las palmas mientras intentaba levantarme. Pero sus brazos seguían firmes alrededor de mi cintura, manteniéndome exactamente donde él quería. Hak soltó una carcajada baja que reverberó directamente contra mi espalda. —Con ese rubor tan hermoso, cualquiera diría que no tienes tanta prisa real por escapar. —¡Hak!—forcejeé con más fuerza, retorciéndome en su agarre—. ¡Suéltame ahora mismo! Sus brazos aflojaron apenas lo suficiente para que pudiera moverme, pero no me liberó completamente. En cambio, inclinó la cabeza hasta que sus labios rozaron peligrosamente mi oído. —¿Segura? Parecías bastante feliz hace un momento. —¡Eres completamente insoportable!—escupí, aunque mi voz salió temblorosa, traicionándome. —Y tú eres divertidísima, cervatillo—murmuró contra mi cuello, su aliento cálido erizándome la piel—. Sobre todo cuando finges que no te gusta estar cerca de mí. El corazón me martillaba tan fuerte que estaba segura de que podía sentirlo. Antes de que pudiera responder, sentí sus labios presionar contra la piel sensible de mi cuello—un beso húmedo y deliberado que me arrancó un jadeo involuntario. —¡Hak! Esta vez sí me soltó. Me levanté de un salto desesperado, llevándome la mano al cuello como si pudiera borrar la marca invisible que había dejado. Mi cara ardía, mi pulso estaba completamente desbocado, y justo en ese momento exacto—como si el universo tuviera un sentido del humor perverso—la puerta se abrió con un chirrido metálico. Un grupo de sirvientas entró en perfecta fila, cargadas con absolutamente todo lo que había pedido: telas dobladas con precisión militar, mantas mullidas que parecían nubes solidificadas, y dos cajas repletas de libros que se veían tan pesadas que me sorprendió que pudieran cargarlas. La primera sirvienta —la misma mujer que había tomado mis notas con tanta eficiencia—sostenía una bandeja humeante que hizo que se me hiciera agua la boca inmediatamente: mi cappuccino de avellana solicitado, coronado por una espuma perfecta con diseños intrincados, y al lado, napolitanas de chocolate que brillaban como joyas y cruasanes dorados que parecían recién salidos del horno. La fragancia dulce y rica inundó la habitación como una ola, borrando instantáneamente el calor eléctrico y la tensión sexual de unos segundos antes. —Aquí tenéis, señorita —dijo la sirvienta con una reverencia breve pero elegante, depositando la bandeja sobre la mesa baja con cuidado ceremonial. Su rostro se mantuvo perfectamente neutro y profesional, pero habría jurado que sus ojos se deslizaron discretamente hacia mí por un instante, atentos a cada detalle, catalogando cada irregularidad en mi apariencia. Hak se dejó caer en el sillón más cercano como si fuera el dueño del lugar, cruzó una pierna con gesto completamente desvergonzado y miró la bandeja como si todos esos manjares le pertenecieran por derecho divino. —Vaya... servicio de lujo de primera clase—murmuró, estirando la mano con descaro hacia mi cappuccino. Le di un manotazo en la muñeca que resonó en el silencio. —Ni se te ocurra siquiera pensarlo. La muchacha más joven que había traído las mantas se mordió el labio inferior para contener una risa que amenazaba con escapársele, y las demás sirvientas, con la disciplina que solo se aprende después de años de servicio, colocaron meticulosamente cada objeto en su lugar designado: la ropa sobre la cómoda como si fuera un altar, los libros junto a la ventana donde la luz natural podría iluminar las páginas, los dulces en la mesa como si estuvieran preparando una ofrenda para los dioses. —Que aproveche, cervatillo—susurró él, con esa sonrisa que me atravesaba más profundo que el aroma del café. Di un sorbo experimental al cappuccino. El calor se deslizó por mi lengua y mi paladar como seda líquida; cerré los ojos involuntariamente, dejándome envolver por el sabor dulce. —Mmm... está absolutamente delicioso—canturreé, asegurándome de que mi voz sonara lo suficientemente satisfecha—. Incluso habéis rallado chocolate fresco por encima. Muchísimas gracias. La sirvienta que había tomado todas mis notas se enderezó visiblemente con orgullo profesional, y luego bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro conspirador. —Por cierto, señorita—dijo, manteniendo esa cortesía pulida pero con ojos que no dejaban de evaluarnos discretamente—, el príncipe ha mandado un mensaje personal: desea que le acompañéis en la cena de esta noche. El sorbo de cappuccino me supo inmediatamente a hierro oxidado. Tosí violentamente, y la taza tintineó contra el platillo un segundo antes de que la dejara con manos temblorosas. —¿En la cena?—repetí, arqueando una ceja y esperando que mi voz sonara más controlada de lo que me sentía. —No se preocupe por los detalles, señorita—añadió la sirvienta con discreción practicada—. Es una cena íntima, en la terraza privada, a la luz de las velas. La palabra "íntima" se pegó a mi garganta como miel espesa. Velas. Terraza privada. El aire se volvió más denso alrededor de mí; la idea me provocaba una mezcla extraña de nerviosismo y algo más que no quería examinar demasiado de cerca. ¿Qué quería Rowan exactamente con esta cena? ¿Era una estrategia política más, o había algo genuino detrás de la invitación? Entonces lo recordé: yo misma le había pedido que habláramos esa noche. "Sin secretos, sin medias verdades", había dicho. Quizás por eso había organizado esta cena. Una conversación privada, lejos de oídos indiscretos y miradas curiosas. Lejos del consejo, de los guardias, de todo el maldito castillo que parecía tener ojos en cada esquina. Algo dentro de mí se relajó ligeramente ante el pensamiento. No era una trampa ni un juego político más. Era... lo que yo había pedido. Una oportunidad real de hablar con él, de obtener respuestas. Aunque las velas y la terraza privada seguían haciéndome sentir algo que prefería no analizar demasiado. —Perfecto...—murmuré, tragando la incomodidad con otro sorbo largo de cappuccino, aunque ya no me supo tan dulce como momentos antes. Hak se inclinó hacia delante desde su posición en el sillón, la sonrisa torcida anunciando tormenta inminente como nubes oscuras en el horizonte. —Cena íntima, ¿eh?—arqueó una ceja, su voz baja y completamente cargada de ironía cortante—. Qué detallista es nuestro querido príncipe. Hasta parece que realmente se está esforzando por conquistarte como es debido. —Cállate—le solté entre dientes, notando cómo el calor me subía a la cara, esta vez no por el café caliente. La sirvienta fingió no haber oído absolutamente nada de la conversación, hizo una reverencia perfecta y se retiró con sus compañeras siguiéndola en fila. El silencio que siguió fue breve —duró exactamente lo que tardó Hak en soltar una carcajada que llenó toda la habitación. —Una cena íntima a la luz de las velas...—repitió, como si las palabras fueran particularmente deliciosas—. Cervatillo, yo que tú iría pensando muy seriamente en qué vestido vas a elegir para esta ocasión tan especial. Le lancé una servilleta hecha un nudo apretado que rebotó harmlessly en su pecho. —Y yo que tú pensaría muy seriamente en cómo cerrar la boca definitivamente. ******** Las horas siguientes se deslizaron como arena entre los dedos, lentas y silenciosas. Revisé cada prenda que habían traído con una meticulosidad casi obsesiva: la ropa doblada con precisión militar, las mantas gruesas que olían a lavanda y jabón fresco, los vestidos de seda demasiado suaves para mis manos acostumbradas a la aspereza. Cada tela era una promesa de comodidad que me resultaba tan extraña como inquietante. Después, mis manos se perdieron entre los lomos de los libros apilados junto a la ventana. Los acaricié con reverencia, leyendo títulos de fantasía épica, romances prohibidos, misterios oscuros —historias que alguna vez había soñado con tener pero nunca había podido permitirme. Cada uno era un lujo que en el Este habría costado más de lo que ganaba en un mes entero. Escogí uno al azar. Una novela de misterio, portada gastada, páginas que olían a tinta vieja y secretos. Me perdí en ella sin darme cuenta, las palabras arrastrándome lejos de aquella habitación, lejos del castillo, lejos de Rowan y Hak y todo lo que me había traído hasta allí. Me acomodé en el diván junto a la ventana, el libro abierto sobre mi regazo. Las páginas crujían suavemente cada vez que pasaba una, el sonido reconfortante en el silencio de la habitación. No supe cuánto tiempo pasé así —minutos o horas— hasta que el peso del día completo me cayó encima como una losa. Las letras comenzaron a desdibujarse ante mis ojos, las líneas bailando en la página. El cansancio me ganó la partida sin que pudiera oponerle resistencia. Dejé que el libro se cerrara sobre mi pecho, demasiado exhausta para marcarlo o dejarlo a un lado. Afuera, el sol comenzaba a declinar, tiñendo el cielo de naranjas y rosas; dentro, la luz se deslizaba en ángulos dorados sobre el suelo de piedra, dibujando sombras alargadas que bailaban con la brisa. Mis párpados pesaban como plomo. El murmullo constante del castillo —pasos apresurados en el pasillo, órdenes lejanas gritadas desde algún patio de entrenamiento, el tintineo metálico de una armadura arrastrándose por las escaleras— se fue desdibujando en un rumor sin forma, como olas lejanas rompiéndose contra rocas invisibles. La voz grave de Hak fue lo último que registré antes de hundirme en la oscuridad —grave y burlona como siempre, diciendo algo que no llegué a comprender del todo. El último pensamiento coherente que tuve antes de caer completamente fue extraño, casi perturbador en su simplicidad: por un instante fugaz, aquella jaula dorada no me pareció una prisión. Parecía un refugio. Y eso, más que cualquier otra cosa que había sucedido ese día, me asustó profundamente. ***** Un cosquilleo áspero en el brazo me arrancó del sueño como un anzuelo. —Vamos, cervatillo, despierta. Tu siesta de princesa terminó —gruñó una voz grave, demasiado cerca de mi oído. Parpadeé contra la luz, desorientada. El salón se había transformado mientras dormía: el sol entraba filtrado a través de las cortinas, dibujando haces de polvo dorado que flotaban perezosos en el aire espeso. La habitación olía a cera de velas recién apagadas y a algo más... ¿perfume? Frente a mí, dos sirvientas esperaban en silencio, inmóviles como estatuas. Sus brazos sostenían montañas de tela: vestidos de seda que capturaban la luz y cofres de cosméticos que brillaban como tesoros robados. —¿Qué...? —balbuceé, la voz aún pastosa por el sueño. Una sombra cayó sobre mí. Hak se inclinó hasta que su rostro quedó a centímetros del mío, esa sonrisa descarada curvándose en sus labios como una advertencia. —Ha llegado tu séquito, cervatillo —murmuró, los ojos brillando con diversión maliciosa—. Hora de prepararte para tu gran cita romántica. La realidad me golpeó como agua helada. —No es una cita —bufé, incorporándome de golpe. El libro que había estado leyendo resbaló de mi pecho y cayó al suelo con un golpe seco que resonó en el silencio tenso de la habitación. Las sirvientas no se inmutaron. Hak rió, ese sonido grave que vibraba en el pecho y se colaba bajo mi piel como humo. —Claro que no. Solo una cena íntima, a la luz de las velas, en una terraza privada, con el príncipe más codiciado del reino —enumeró con falsa inocencia, contando con los dedos—. Nada romántico en absoluto. Le lancé una mirada asesina que ignoró por completo. Las sirvientas hicieron una reverencia perfectamente sincronizada y comenzaron su trabajo como si fueran parte de una coreografía ensayada durante años. Desplegaron vestidos sobre la cama de Rowan con movimientos precisos: sedas color marfil que parecían líquidas, gasas azul medianoche que brillaban como estrellas capturadas, un rojo intenso que prometía peligro. El aire se llenó de perfume jazmín, rosa. —Este no —dije, descartando el primero. —Demasiado sobrio —murmuré ante el segundo. —Parece un disfraz —bufé frente al tercero. Hak, recostado contra la pared con los brazos cruzados, observaba el desfile con una sonrisa perezosa que me ponía los nervios de punta. —El rojo te quedaría bien —opinó con ese tono grave y sugerente—. Combina con tu temperamento. —Nadie pidió tu opinión —repliqué sin mirarlo. —Y sin embargo, aquí estoy, dándola gratis. Una de las sirvientas —la más joven, de ojos oscuros y manos delicadas— sostuvo un vestido que me detuvo en seco. Era de un azul profundo, casi negro bajo ciertas luces, con bordados plateados que trepaban por la tela como enredaderas de luna. Sencillo, pero elegante. No me hacía sentir disfrazada. —Este —dije, y mi voz sonó más segura de lo que me sentía. Las sirvientas se pusieron en marcha: me ayudaron a quitarme la ropa arrugada por el sueño, deslizaron el vestido sobre mi piel como si fuera agua. Sus manos trabajaron en mi cabello, trenzando mechones, asegurando alfileres que no sentía pero que intuía ahí —pequeñas anclas de plata. Una de ellas se arrodilló para ajustar el dobladillo. Otra me aplicó algo en los labios que sabía a miel y frambuesa. La tercera me observó con ojo crítico antes de asentir, satisfecha. —Está lista, señorita —murmuró la mayor con una reverencia. Hak se apartó de la pared, los ojos recorriéndome de arriba abajo con una lentitud deliberada que me hizo apretar los puños. —Ahora sí pareces una princesa, cervatillo —dijo, la sonrisa más suave esta vez, casi genuina—. Rowan va a perder la cabeza cuando te vea. —Cállate —murmuré, pero el calor ya me subía por el cuello. Las sirvientas recogieron los vestidos descartados, los cofres, desapareciendo tan silenciosamente como habían llegado. La puerta se cerró tras ellas con un clic suave. Me quedé de pie frente al espejo alto del rincón, observando a la extraña que me devolvía la mirada. El vestido era de gasa azul profundo, casi líquido al tacto, con un corte que se ceñía suavemente a mi cintura antes de caer en capas ligeras hasta los tobillos. El escote era discreto pero elegante, dejando al descubierto la curva de mis clavículas. Las mangas largas, traslúcidas, se ajustaban a mis brazos como una segunda piel. Los bordados plateados que había notado antes no eran simples: trepaban desde el dobladillo en patrones intrincados de enredaderas y estrellas diminutas, concentrándose más densamente en el corpiño antes de dispersarse como constelaciones por la falda. Bajo la luz del atardecer que se filtraba por la ventana, cada hilo plateado capturaba la luz y me hacía brillar como si llevara la noche misma cosida a la piel. Me sentaba como si hubiera sido hecho exclusivamente para mí. No me reconocía. —¿Lista? —preguntó Hak desde la puerta, la mano ya en el pomo. —No —admití en voz baja. Él sonrió —no con burla, sino con algo más cercano a la comprensión. —Perfecto. Entonces es el momento ideal para ir. Cuando bajé las escaleras, cada paso resonaba como un latido. Los zapatos de satén que las sirvientas habían elegido —del mismo tono azul profundo del vestido— se ajustaban a la perfección a mis pies, pero me resultaban extraños después de años usando botas desgastadas. El mármol pulido brillaba bajo la luz de los candelabros, y el vestido susurraba contra la piedra con cada movimiento, un sonido íntimo en el silencio vasto del palacio. En cada pasillo que atravesaba, las miradas se detenían. Guardias cuyas expresiones no cambiaban, pero cuyos ojos me seguían. Sirvientas que se inclinaban en reverencias pero que me estudiaban de reojo, memorizando cada detalle para los chismes nocturnos. Un noble anciano se detuvo en seco, la boca entreabierta, hasta que su acompañante lo empujó con delicadeza para que siguiera caminando. Apreté los puños entre los pliegues del vestido, obligándome a mantener la cabeza alta. "Eres la prometida del príncipe", me recordé. "Actúa como tal." Aunque por dentro, cada paso se sentía como caminar hacia una trampa.




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