El aire del jardín me recibió como un bofetón de frescura. Inhalé profundo, llenando mis pulmones de perfume nocturno: jazmín silvestre, tierra húmeda, el olor verde de las hojas recién regadas. El sol ya se había rendido, dejando tras de sí una penumbra violeta que lo teñía todo de misterio. Entre las columnas de piedra cubiertas de enredaderas que parecían retorcerse como serpientes dormidas, una mesa redonda brillaba bajo la luz temblorosa de una vela solitaria. Me detuve en el umbral, el corazón golpeando contra las costillas. La mesa estaba preparada con una precisión casi violenta: mantel blanco inmaculado, cubiertos de plata alineados con exactitud militar, copas de cristal que reflejaban la llama multiplicándola en mil destellos. En el centro, un arreglo de flores blancas y lilas desprendía un aroma dulce, casi narcótico. A un lado, un cubo de plata guardaba una botella de vino sumergida en hielo que aún goteaba condensación. Todo era demasiado perfecto. Demasiado íntimo. Demasiado... calculado. Y allí, en el centro de esa escena orquestada con tanto cuidado, estaba él. Rowan Nathaniel Ravenswood. Sentado con una copa de vino en la mano, la luz de la vela le delineaba el rostro en tonos de bronce y sombra. Su perfil era puro control cincelado en carne: la mandíbula tensa como una línea de acero, los labios relajados en una expresión neutral que no revelaba nada, los ojos grises fijos en algún punto invisible del jardín nocturno. Llevaba una camisa oscura, los primeros botones desabrochados —un detalle tan fuera de lugar en el príncipe siempre impecable que me robó el aliento. Las mangas enrolladas hasta los codos revelaban antebrazos marcados por músculos definidos, por cicatrices que contaban historias silenciosas. El reflejo rojo del vino temblaba entre sus dedos largos, como si la sangre misma latiera atrapada en el cristal. Me quedé inmóvil en la entrada del jardín, paralizada por una sensación absurda y aterradora: todo aquello —la mesa, las flores, la vela, incluso la postura estudiada y casual de Rowan— había sido preparado para desarmarme. Y lo peor era que estaba funcionando. El crujido de la grava bajo mis zapatos rompió el hechizo. El sonido fue obsceno, demasiado alto en el silencio del jardín. Rowan giró la cabeza con lentitud calculada, como un depredador que al fin reconoce la presencia de su presa. Y entonces nuestras miradas se encontraron. El mundo se detuvo. No había consejo. No había corona. No había guardias quemados ni reputaciones destrozadas. No había hermanos muertos ni venganzas pendientes. Solo dos personas frente a frente, con una vela titilando entre ellas como si contuviera el aliento mismo del destino, esperando a ver quién se atrevía a respirar primero. Sus ojos me recorrieron, no con lascivia, ni con cálculo político, sino con algo más peligroso: asombro genuino apenas contenido tras esa máscara de control. —Layla... —su voz fue baja, profunda—. Estás preciosa. Las palabras me golpearon en el pecho, robándome el aliento. No sonaban a halago ensayado. Sonaban reales, demasiado reales, como si las hubiera pronunciado sin darse permiso a sí mismo. Se puso de pie en un movimiento fluido, dejando la copa sobre la mesa con un tintineó suave. Rodeó la mesa con pasos medidos, cada uno tan preciso y controlado que parecía que el suelo mismo se inclinaba para obedecerlo. Se detuvo a mi lado —lo bastante cerca para que pudiera sentir su calor, su presencia llenando el espacio entre nosotros como agua desbordándose. Con un gesto que parecía tan natural como ensayado durante años, retiró la silla. —Por favor —murmuró, su voz más suave ahora, casi íntima—. Siéntate. Lo miré de reojo, buscando por instinto esa máscara de acero y autoridad que siempre llevaba como armadura invisible. Pero lo que encontré me desarmó por completo: sus ojos grises estaban velados por una fatiga profunda que ningún príncipe debería mostrar jamás, y bajo esa dureza característica latía algo que no supe si llamar cuidado... o culpa. Mi instinto —ese que me había mantenido viva en las calles del Este— me gritaba que me mantuviera firme, que no cediera ni un centímetro de terreno, que recordara por qué estaba aquí. Pero el perfume embriagador de las flores trepando por las columnas como dedos de seda, el resplandor cálido y vacilante de la vela que nos envolvía en su círculo de luz, y ese "por favor" pronunciado como ruego en lugar de orden... Todo conspiró en mi contra y que mi fortaleza flaqueara. Con un suspiro que salió más tembloroso de lo que pretendía, me senté. Rowan empujó la silla despacio, sin brusquedad, y regresó a su lugar frente a mí. El vino en su copa tembló apenas cuando se dejó caer. —Gracias —dije al fin, la voz más áspera de lo que pretendía, como si las palabras rasparan al salir de mi garganta. Rowan esbozó algo que no llegó a ser sonrisa completa, pero rozó sus bordes. Alzó su copa con lentitud y me observó a través del vino tinto oscuro, sus ojos grises fragmentándose entre el cristal y el líquido como piedras bajo agua profunda. —Gracias a ti por venir —murmuró, y el tono fue tan suave, tan íntimo de forma inesperada, que casi pareció peligroso. —Rowan, ¿qué...? —empecé, intentando al fin hacer la pregunta que había estado reprimiendo toda la noche, pero me interrumpió antes de que pudiera terminar la frase. —¿Tienes hambre, querida? El término de cariño cayó entre nosotros como una moneda falsa arrojada sobre mármol. Demasiado doméstico. Demasiado íntimo. Me desconcertó más hondo que cualquier orden directa que pudiera haberme dado. Antes de que pudiera responder —o siquiera procesar la extrañeza de ese "querida"— una sirvienta emergió de las sombras del jardín como si hubiera estado esperando una señal invisible toda la noche. Desapareció tan rápido como había llegado, y segundos después reapareció empujando un carrito de plata que resplandecía bajo la luz vacilante de las velas como tesoro robado. El aire cambió al instante. Fuentes humeantes de carne asada cubierta en especias aromáticas que no reconocí pero que olían exquisitas. Panes recién horneados que aún crujían débilmente, sus cortezas doradas brillando como bronce bruñido. Frutas cortadas en formas tan delicadas y perfectas que parecían flores comestibles, arte efímero. Una sopera de cerámica blanca desprendiendo vapores fragantes que olían a hierbas frescas y promesas no dichas. El aire se saturó de aromas: cálidos, especiados, dulces, salados. Se mezclaron con el perfume nocturno de las enredaderas que trepaban por las columnas —jazmín, madreselva— creando una sinfonía olfativa que mareaba, que embriagaba. Mi estómago gruñó. Un sonido obsceno y alto, traicionero, en el silencio íntimo del jardín. El calor me subió al rostro como brasas. Clavé la vista en el mantel blanco inmaculado como si fuera un refugio, como si pudiera esconderme entre sus pliegues perfectos. —No hacía falta tanto —murmuré sin atreverme a mirarlo, mi voz apenas audible. Rowan ladeó apenas la cabeza, estudiándome con esa intensidad característica que me hacía sentir transparente. Como si pudiera leer cada pensamiento que intentaba ocultar, cada emoción que me negaba a mostrar. —Claro que hacía falta —dijo con firmeza, y sin esperar permiso ni invitación, tomó mi copa vacía y la llenó con vino que brillaba como rubíes líquidos fundidos bajo la luz temblorosa de la vela—. Quiero que estés bien. Que estés cómoda. Esa frase. Cinco palabras simples. Directas. Y desarmantes en su sinceridad desnuda. Peligrosas. Me obligué a apartar la mirada de él, pero Rowan habló antes de que pudiera reconstruir mis defensas mentales, como si tuviera un sexto sentido para detectar el momento exacto en que estaba a punto de huir. —¿Sabías que en los jardines privados del palacio hay un rosal traído desde las montañas del Sur? —preguntó, girando la copa entre sus dedos largos con una naturalidad que parecía estudiada pero no lo era—. Lo plantó mi madre cuando yo apenas caminaba, cuando todavía era demasiado pequeño para recordar su rostro claramente. Nadie creía que sobreviviría al clima diferente de aquí, a los inviernos más severos... y, sin embargo, cada verano florece religiosamente, como si se burlara del invierno que intentó matarlo. La imagen me tomó desprevenida. No esperaba eso. No era el príncipe calculador y frío que creía conocer, el estratega implacable que movía piezas en tableros invisibles sin inmutarse. Era un hombre hablando de flores muertas y madres ausentes como quien recuerda fantasmas que aún duelen al tocarlos. —De niño me escondía entre sus ramas siempre que podía —continuó, y algo cambió en sus ojos. Un brillo fugaz que no era sonrisa, pero se le parecía en el dolor—. Los consejeros me buscaban incansablemente para darme lecciones interminables de protocolo, de estrategia militar, de cómo ser el príncipe perfecto que todos esperaban. Y yo me perdía entre los pétalos, escondiéndome entre las espinas como si fueran murallas inexpugnables que podían protegerme. Hak me encontraba siempre, sin falta. —Su risa fue baja, áspera, como papel viejo quemándose lentamente—. Me arrastraba fuera sin piedad, diciendo que un príncipe no debía cubrirse de espinas ni oler a tierra como un campesino. Apenas me sacaba dos años de edad, pero ya parecía un gigante. Mis labios se curvaron sin querer, sin permiso. No llegó a ser risa completa, pero algo dentro de mí se suavizó de forma peligrosa ante la imagen mental: Rowan de niño, vulnerable, escondido entre rosas rojas, cubierto de tierra y pétalos caídos. Antes de poder decir nada —antes de que pudiera formular la pregunta que me ardía en la lengua como hierro candente— Rowan volvió a hablar, tejiendo otra historia con la misma facilidad con la que respiraba. —El vino que estás bebiendo —añadió, sirviendo de nuevo en mi copa aunque apenas había probado un sorbo— proviene de unas viñas legendarias al oeste, plantadas junto al mar hace generaciones. Mi padre siempre decía que la sal de las olas se filtraba misteriosamente en la tierra y le daba una dulzura extraña, casi imposible al vino. Juraba que era lo único capaz de calmar a los consejeros más testarudos y violentos durante las reuniones del consejo que se extendían hasta el amanecer, cuando los ánimos estaban al borde del estallido. Tomó un sorbo lento, deliberado, la mirada perdida en la llama hipnótica que bailaba entre nosotros como una bailarina invisible. —Aunque, si me preguntas a mí personalmente... —su voz descendió hasta un murmullo casi íntimo, confesional— nada calma tanto la mente como el sonido puro de las olas rompiendo violentamente contra las rocas. ¿Has visto alguna vez el mar abierto durante una tormenta real, Layla? Negué con la cabeza en silencio, incapaz de encontrar mi voz. —Es brutal —continuó, sus ojos brillando con algo peligroso, salvaje—. Absolutamente brutal. Pero hermoso de una forma aterradora que te roba el aliento, que hace imposible apartar la mirada. Las olas se alzan como torres imposibles que desafían la gravedad. El viento ruge como una bestia mitológica despertada de un sueño milenario. Y el horizonte... el horizonte se traga la tierra entera hasta que no sabes dónde termina el mundo y dónde empieza el cielo, hasta que todo se funde en un caos hermoso. Jugueteé con el borde de mi copa de cristal, los dedos apretando demasiado fuerte contra el vidrio delicado. Maldita sea. Sus palabras pintaban imágenes tan vívidas, tan tangibles, que casi podía sentir físicamente la sal en el aire, el viento azotándome el rostro, el rugido ensordecedor de las olas. Me removí incómoda en la silla. La frustración comenzaba a trepar por mi garganta como hiedra venenosa, ahogándome. Había venido aquí para exigir respuestas concretas, para forzar verdades enterradas, no para escuchar metáforas poéticas sobre olas y vinos legendarios. —¿Has probado las uvas? —preguntó con falsa inocencia, inclinando la fuente elaborada de frutas hacia mí como si aquello fuera lo más natural del mundo—. Son de las viñas privadas exclusivas del palacio, cultivadas durante décadas con cuidado obsesivo. Dicen que si se comen de dos en dos, traen suerte extraordinaria en los asuntos del corazón. Las velas se consumían con lentitud tortuosa, la cera derritiéndose en ríos pálidos y cerosos por los candelabros ornamentados de plata. Y Rowan seguía hablando sin pausa, tejiendo historia tras historia como una red invisible pero efectiva: relatos elaborados de halcones traviesos que robaban joyas brillantes de las ventanas abiertas de las damas nobles, de caballos salvajes e indómitos que solo obedecían misteriosamente cuando les cantabas canciones antiguas en lenguas olvidadas, de tormentas legendarias del norte que habían arrancado techos enteros hace décadas, dejando a familias nobles enteras durmiendo absurdamente bajo las estrellas heladas. Yo asentía mecánicamente, jugueteaba distraída con la copa sin beber apenas, probaba bocados de comida exquisita que no saboreaba realmente. Pero Rowan no me dio un solo respiro honesto para hacer las preguntas vitales que se acumulaban en mi garganta como piedras afiladas. Cada vez que abría la boca —cada vez que intentaba reconducir la conversación hacia lo que realmente importaba, hacia las verdades que necesitaba desesperadamente— otra historia perfectamente cronometrada caía entre nosotros como una cortina de seda impenetrable, bloqueando efectivamente cualquier intento de sinceridad real. La cena se convirtió en conversacion monotona de palabras ligeras, anécdotas cuidadosamente seleccionadas. Rowan no buscaba solo que comiera. Buscaba distraerme, calmarme, adormecer mis defensas de forma sistemática como si fuera una serpiente hipnotizando a su presa. O tal vez solo estaba ganando tiempo con desesperación, posponiendo lo inevitable, construyendo murallas elaboradas de palabras hermosas antes de que pudiera clavar mi daga verbal en la conversación real que ambos sabíamos que debíamos tener. Cuando al fin los platos quedaron vacíos —huesos limpiados, pan reducido a migajas, frutas consumidas hasta los tallos— y el vino reducido a un último sorbo solitario que brillaba en el fondo de mi copa como sangre diluida, Rowan apoyó su propia copa sobre la mesa con un gesto pausado y deliberado. El cristal tintineó con suavidad contra la madera pulida. El silencio que siguió duró apenas un instante fugaz, pero se sintió como una eternidad completa suspendida en ámbar. —Ahora podríamos dar una vuelta por los jardines privados —dijo finalmente, poniéndose de pie con esa gracia fluida y natural que parecía innata en él, ofreciéndome la mano como si fuera el gesto más normal y cotidiano del mundo—. Para bajar la comida. El aire nocturno fresco ayuda significativamente con la digestión. El aire fresco ya se colaba suavemente entre las columnas antiguas de piedra, arrastrando consigo el perfume absolutamente embriagador de las flores que trepaban salvajemente por los arcos: jazmín dulce, madreselva seductora. La invitación sonaba perfectamente inocente, casi íntima, exactamente el tipo de cosa que una pareja genuinamente comprometida haría naturalmente después de una cena romántica. Pero yo sabía —lo sabía con cada instinto afilado que me había mantenido viva en las calles brutales del Este— que con Rowan Nathaniel Ravenswood, nada era nunca, jamás, del todo inocente. Tomé su mano después de un momento largo de duda visible, sintiendo inmediatamente el calor radiante de su palma contra la mía, los callos reveladores en sus dedos largos delatando años incontables de entrenamiento intenso con espada. Lo seguí obedientemente entre los arcos de piedra cubiertos de enredaderas, adentrándonos cada vez más profundamente en los jardines laberínticos. El aire era genuinamente fresco, casi frío contra mi piel acalorada por el vino y la tensión. Estaba densamente impregnado del perfume narcótico de las enredaderas nocturnas y del murmullo hipnótico y constante de una fuente oculta cercana, el agua cayendo rítmicamente sobre piedra antigua en un tempo que parecía marcar los segundos de nuestras vidas. —Lamento el teatro elaborado —dijo Rowan de pronto, rompiendo el silencio contemplativo con una voz grave, sincera, distinta por completo al tono ligero y superficial que había usado con tanto cuidado durante toda la cena interminable—. Debía asegurarme de que pareciera lo más aburrida y convencional posible... por si alguien influyente estaba husmeando desde las ventanas superiores o había enviado sirvientes leales a espiar y reportar cada detalle. Me detuve en seco, incrédula. El aire se me atascó con dolor en los pulmones. ¿Así que había sido todo deliberado desde el principio? ¿Las historias interminables y sin propósito aparente, las distracciones constantes y calculadas, todo ese desfile orquestado de palabras vacías diseñado para no decir nada real o significativo? —Lo odiaste —añadió, y no fue una pregunta. Exhaló con algo parecido a la culpa genuina, la comisura de sus labios torciéndose en una mueca que no llegó a ser sonrisa—. Lo sé. Podía verlo con claridad en tus ojos cada vez que intentabas interrumpirme. Pero era necesario. Tenía que parecer una cena normal entre una pareja noble comprometida. Nada sospechoso. Nada político. Solo... domesticidad aburrida y predecible. Mi respuesta murió en los labios antes de nacer. Fue entonces cuando lo sentí, lo que había estado ahí todo el trayecto sin que realmente lo registrara. Su mano. Había reposado en la parte baja de mi espalda, guiándome con suavidad entre los arcos oscuros con una naturalidad fluida que casi había pasado desapercibida. Pero ahora, despacio —tan despacio que podría haber sido accidental si no fuera porque nada en Rowan era nunca accidental— se deslizó con cálculo más arriba. Hacia mi cintura. Firme. Cálida. Posesiva sin lugar a dudas. Un gesto deliberado que me erizó cada centímetro de piel expuesta, enviando una corriente eléctrica devastadora por toda mi columna vertebral. Contuve el aliento sin querer, incapaz de controlarlo. —Rowan... —mi voz salió más baja de lo que había pretendido, poco más que un susurro ahogado y tembloroso en la noche. Sus ojos grises penetrantes se encontraron con los míos bajo la luz suave y vacilante de las farolas ornamentales de hierro forjado que bordeaban el sendero serpenteante. En ellos no había rastro de la máscara política de príncipe perfecto, ni del cálculo estratégico frío, ni del discurso político ensayado. Rowan sostuvo mi cintura un instante más —demasiado tiempo para ser casualidad, demasiado deliberado para ignorarlo— y entonces suspiró. Profundo. Pesado. Como si el aire mismo le quemara los pulmones al salir, como si soltar aquellas palabras le costara tanto como blandir una espada contra enemigos invisibles durante horas sin descanso. Su mano permaneció justo donde estaba: firme, cálida, anclándome a él de una forma que me hacía imposible escapar, ni en lo físico ni en lo emocional. —No tienes ni idea de la presión brutal en la que estoy, Layla —murmuró al fin, y su voz descendió hasta convertirse en poco más que un susurro ronco, áspero, como si el aire nocturno mismo pudiera traicionarlo y llevar sus palabras a oídos no deseados—. El consejo no confía en mí. Ni un ápice. Creen que soy demasiado joven, demasiado inexperto, demasiado blando para ocupar el lugar de poder que mi padre me ha dejado. Como si fuera un niño jugando a ser príncipe con ropa demasiado grande. Y cuando él regrese al fin… —su voz se endureció como hierro templado— todo lo que haya salido mal durante su ausencia recaerá sobre mis hombros. Cada error. Cada fracaso. Cada muerte. El peso de esas últimas palabras cayó entre nosotros como piedras arrojadas a un estanque quieto, creando ondas invisibles que se expandían sin fin. Aparté apenas la mirada hacia las enredaderas oscuras que nos rodeaban, incómoda con tanta franqueza desnuda y brutal. No estaba acostumbrada a ver a Rowan despojarse de la armadura impenetrable de palabras medidas y calculadas que siempre llevaba como segunda piel. Verlo vulnerable era como ver agrietarse una estatua de mármol: antinatural, inquietante, aterrador en su humanidad repentina. —No es solo eso —prosiguió, sin darme chance de responder—. Hay rumores constantes, persistentes, venenosos de traición dentro de nuestras propias filas más cercanas y leales. Nobles poderosos que conspiran en las sombras más oscuras del palacio, alianzas secretas que se tejen en la oscuridad y que no alcanzo a desentrañar sin importar cuánto investigo. Cada día descubro otra mentira, otra puñalada potencial esperando en mi espalda. Y encima de todo eso... —se interrumpió, bajando la cabeza un segundo como si el peso invisible de una corona aplastara su cuello, como si la carga fuera más de lo que su cuerpo podía soportar— encima de todo ese caos político y peligro constante... estás tú. Mi estómago se contrajo con violencia. —¿Yo? —la pregunta salió apenas como un susurro ahogado, con el corazón encogiéndose con dolor dentro de mi pecho como un puño apretado. No quería escuchar la respuesta, pero tampoco podía no preguntarla. —Sí. Tú. —Alzó la cabeza despacio y sus ojos grises penetrantes me capturaron, clavándome al suelo como si fueran espadas—. Eres lo más imprevisible, lo más incontrolable que tengo en este maldito tablero político. No sé qué diablos hacer contigo, Layla. —Su risa fue corta, áspera, sin humor—. Podría verte como una amenaza directa a mi poder y estabilidad, alguien que necesita ser neutralizada antes de causar más daño. O podría verte como un aliado valioso, una pieza estratégica que podría cambiar el juego entero a mi favor. Y lo peor de todo... —su voz se quebró apenas, una fisura en esa fachada de acero templado— lo peor es que no quiero verte como ninguna de esas dos malditas cosas. El aire desapareció de mis pulmones. Me quedé muda, paralizada, la respiración atrapada con dolor en algún punto entre mi garganta y mis labios entreabiertos. Esto no era una declaración romántica. Ni siquiera era un reproche o acusación. Era algo más peligroso, más aterrador: una confesión desnuda, arrancada de algún lugar profundo que Rowan mantenía guardado bajo cadenas de hierro y piedra. Vulnerabilidad pura. Verdad cruda y sangrienta. No sabía qué hacer con ella. No sabía si podía siquiera sostenerla sin que me quemara las manos. —Lo lamento —dije al fin, apenas audible, mi voz quebrándose en los bordes—. Lamento todo lo que... todo lo que te he causado. Los problemas. El caos. El peligro. Todo. Rowan arqueó apenas una ceja en ese gesto característico suyo, como si mi disculpa honesta y vulnerable lo sorprendiera más que cualquier insulto afilado o acusación furiosa que pudiera haberle lanzado.
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