Hubo un silencio tenso, cargado de palabras no dichas.
Y entonces, sin previo aviso, sin transición suave, su expresión cambió sutilmente.
—Te llevas bien con Hak, ¿verdad?
La pregunta cayó entre nosotros como un cuchillo arrojado sin advertencia. El tono fue casual con deliberación, pero había algo afilado escondido debajo, algo oscuro y peligroso acechando bajo la superficie tranquila.
—¿¡Qué?! —repliqué de inmediato, indignada por el cambio absurdo de tema—. ¿Cómo puedes siquiera...? ¡No! Para nada. Es insoportable. Arrogante, provocador, siempre burlándose....
—Layla. —Mi nombre en sus labios fue una orden suave para que me detuviera.
Ladeó la cabeza apenas, estudiándome con intensidad penetrante, y una sonrisa apareció despacio en sus labios. Pero no era la sonrisa controlada y medida del príncipe político. Era algo diferente: difícil de descifrar, extraña y triste, casi melancólica, como si doliera.
Su mano se alzó con lentitud, cada centímetro de movimiento medido con cuidado. Rozó mi cabello con la punta de los dedos —apenas un susurro de contacto, una caricia fantasma— y entonces, con una delicadeza que me robó el aliento, me apartó un mechón rebelde que había caído sobre mi rostro y lo colocó con cuidado detrás de mi oreja.
El gesto fue tan suave, tan íntimo en su simplicidad, que me heló y me encendió a la vez. Fuego y hielo. Peligro y refugio.
No pude moverme. No pude respirar.
—Voy a ponerme celoso —susurró contra el aire nocturno que nos separaba, su voz descendiendo hasta convertirse en un murmullo bajo, oscuro, peligroso. Sonaba a la vez como una amenaza velada y una promesa firme, como una advertencia y una confesión arrancada contra su voluntad.
Mi estómago dio un vuelco violento, brutal. "Cabrón", pensé con rabia impotente, recordando ese beso húmedo y atrevido que Hak me había robado sin permiso en el cuello, dejando una marca que Rowan había visto con sus propios ojos. Pero apreté la mandíbula con fuerza brutal, negándome a darle la satisfacción de ver cuánto me afectaban sus palabras, cuánto me desarmaba esa confesión disfrazada de celos.
Respiré hondo, intentando recuperar algún control sobre mi voz traidora.
—No trajiste a Hak solo para vigilarme, ¿verdad? —pregunté, forzando las palabras a salir con más firmeza de la que sentía.
La transformación en Rowan fue instantánea. Como si hubiera apretado un interruptor invisible.
—No. —Su respuesta fue inmediata, cortante, tan gélida que casi sentí la temperatura descender varios grados entre nosotros—. Hak tiene ojos colocados con estrategia en cada rincón olvidado del reino. Conexiones que yo nunca podría establecer. Lealtades que van más allá de la sangre y el oro. Lo necesito aquí tanto como necesito que tú sigas respirando.
La comparación me golpeó como un puñetazo al estómago. Me crucé de brazos, sintiendo la rabia familiar escalando de nuevo en mi pecho como lava ascendiendo por las paredes de un volcán.
—Te recuerdo que no estoy aquí para jugar a ser tu prometida frente al consejo —mi voz salió más firme de lo esperado, aunque el temblor en mis manos me delataba—. Quiero saber quién mató a mi hermano. Ese es el trato. Ese es el único maldito motivo por el que sigo aquí.
Las palabras quedaron suspendidas entre los dos, flotando en el aire nocturno tan afiladas y peligrosas como una hoja recién templada. Rowan no apartó la mirada ni un segundo. Sus ojos grises eran acero puro, impenetrables como metal fundido, pero detrás de esa dureza había un brillo que no supe leer: pena, tal vez. O culpa. O ambas cosas entrelazadas tan estrecho que era imposible separarlas.
El silencio del jardín se volvió insoportable. Denso. Asfixiante. Solo el canto persistente de los grillos escondidos entre las flores llenaba el espacio vacío entre nosotros.
—Lo sé, Layla —respondió al fin, su voz descendiendo hasta volverse más baja, más grave, como si la arrancara de un sitio hondo y enterrado dentro de su pecho—. Créeme que lo sé. Yo también quiero saber quién diablos mueve los hilos reales entre las sombras del palacio. Quién está jugando este juego mortal desde la oscuridad. Porque si no lo descubro pronto... —hizo una pausa dolorosa— si no desentraño esta maldita conspiración antes de que sea demasiado tarde... no podré protegerte. Y eso es algo que no puedo permitirme.
Carraspée, intentando disipar la tensión que se acumulaba en mi pecho, y aparté la mirada hacia la oscuridad del jardín. No quería que descubriera el efecto que su cercanía tenía sobre mí, el calor que irradiaba de su cuerpo y se filtraba bajo mi piel como un veneno dulce.
—Hak ha dicho que va a entrenarme —murmuré, bajando la vista hacia el suelo de grava que crujía suave bajo mis pies—. Así que... supongo que no podré asistir a tus lecciones de protocolo tedioso. Pero... —forcé las palabras a salir— me comportaré. En público. Te lo prometo.
Rowan no respondió enseguida. Me observó en silencio, evaluando cada palabra que había pronunciado, cada gesto de mi cuerpo, como si midiera con precisión la distancia exacta entre rendirse y confiar. Al fin, se pasó una mano cansada por el rostro, agotado de una forma que iba más allá de lo físico.
—Eso no me molesta —dijo al fin, su voz sincera—. Prefiero verte aprender a defenderte con espada en mano que convertida en un simple adorno vacío sentada en reuniones del consejo. Hak sabe lo que hace. Es el mejor entrenador que conozco.
Levantó la vista, y su voz adoptó un matiz grave, profundo y sincero que rara vez dejaba escapar.
—Y si me prometes que medirás tus palabras en público, que controlarás ese temperamento explosivo cuando haya oídos indiscretos escuchando... —hizo una pausa, como si le costara pronunciar lo siguiente— yo me encargaré de que nadie del maldito consejo se atreva siquiera a tocarte un solo cabello. Nadie. Te doy mi palabra.
Sus ojos grises se fijaron en mí con intensidad. Brillaban con una mezcla extraña de advertencia severa y promesa firme.