La Última Guerra Entre El Cielo Y El Infierno

Capítulo 2: Se abre la puerta del infierno

No hubo temblor. No hubo grieta. Solo un silencio antinatural, como si el mundo contuviera la respiración justo antes del alarido. En lo más profundo del Abismo, donde ni la luz ni el tiempo existen, el Trono de Fuego volvió a arder. Las llamas negras se alzaron con furia antigua, despertando a quienes habían esperado durante siglos.

Uno por uno, los Príncipes del Infierno abrieron los ojos.

—Ya está hecho —susurró Asmodeo, Señor de la Lujuria, mientras las brasas danzaban en sus pupilas—. La Tierra está lista.

A su lado, Belcebú, deforme y colosal, soltó una risa que hizo crujir las paredes del inframundo.

—Cinco grados. Terremotos. Vientos. Silencio... No sospechan que nosotros provocamos cada grieta.

Desde una balconada de piedra viva, Astaroth, el estratega, desplegaba un mapa de la Tierra, marcado con sangre y nombres humanos ya olvidados.

—Los satélites eran su red. Ya no la tienen. Están sordos, ciegos… abandonados.

Entonces, el fuego del Trono tembló. Una sombra más antigua que el pecado emergió del centro de la sala, y todas las criaturas se postraron sin ser llamadas.

Lucifer había llegado. No como un monstruo. No como un dragón. Sino como una silueta perfecta, radiante, cubierta de belleza imposible y ojos que no tenían fin.

—El momento ha llegado —dijo con una voz dulce, como si cantara una canción triste—. El Cielo no hará nada… todavía. Están atados por sus reglas. Y nosotros no tenemos reglas.

Abrió las manos, y una grieta surgió en el aire mismo: una puerta sin marco, sin forma, pero con un olor que solo puede describirse como desesperación.

—Hoy... comienza la caza.

Y así, sin trompetas ni relámpagos, el Infierno cruzó la Tierra por primera vez desde el principio de los tiempos.

Las llamas del Trono aún ardían cuando una figura vestida con armadura de obsidiana irrumpió en la sala, su capa hecha de sombra viva y sus ojos inyectados de sangre negra. Lucifer lo miró sin sorpresa.

—Habla, Zaqrael —dijo con voz suave, sin apartar la vista del vacío.

El general se arrodilló con un puño en el suelo.

—Mi señor… los sellos fueron abiertos tal y como ordenaste. Uno por uno. Sin resistencia.

—¿Y los jinetes? —preguntó Asmodeo, con una sonrisa torcida.

Zaqrael alzó la mirada.

—Fueron engañados. Les hicimos creer que el cielo los había convocado. Que el Juicio comenzaba por mandato divino.

Belcebú soltó una carcajada que retumbó en las cavernas como un trueno hueco.

—¿Muerte, Guerra, Hambre y Peste… obedeciendo órdenes falsas? ¡Delicioso!

Lucifer se levantó con lentitud, como si el aire mismo temiera su movimiento.

—Les susurramos en sueños. Les mostramos visiones. Cada uno despertó creyendo que era su momento de cabalgar. No necesitaban cadenas. Solo fe equivocada.

Astaroth murmuró:

—Y mientras ellos liberaban el caos, nosotros preparábamos el camino…

—...sin levantar sospechas —terminó Zaqrael—. Los humanos culparon al clima. A la Tierra. Al azar.

Lucifer sonrió, sin alegría.

—No hay poder más absoluto… que el que se ejerce sin ser visto.

Un silencio pesado cayó sobre la sala.

—Entonces —dijo Lucifer al fin—, que cabalguen. Que los mares se traguen las ciudades. Que el hambre devore naciones. Que la peste vacíe los templos. Y que la guerra no tenga fin.

Dio media vuelta y alzó la mano, señalando la grieta ardiente del mundo.

—Cuando el cielo despierte… ya no tendrá nada que proteger.

Mientras los demonios celebraban en el Abismo, los Cuatro Jinetes del Apocalipsis cruzaban el cielo como sombras ardientes. Sus estelas dejaban cicatrices en las nubes, y allá donde pasaban, el aire se volvía más denso, la luz más tenue, el miedo más real. No hablaban entre ellos. No hacía falta. Sus voluntades estaban sincronizadas por un único propósito: acelerar el fin.

Guerra, montado sobre un corcel rojo como la sangre vieja, levantaba su espada sobre las fronteras del mundo. No necesitaba ejércitos; bastaba con susurros. Los líderes comenzaban a desconfiar. Un buque chino aparecía, misteriosamente, frente a las costas rusas. Un misil de origen incierto impactaba en una refinería de Irán. Falsos informes, manipulaciones mentales, antiguos odios reavivados como fuego seco. Sin satélites. Sin comunicación global. Sin verdad.

—Ellos buscarán culpables entre sí —pensó Guerra—, y lo único real será la sangre.

En paralelo, Hambre descendía sobre las tierras arrasadas por las tormentas. Su caballo negro pisaba los campos marchitos de África, Asia, América… El alimento escaseaba. Las reservas se perdían. Las rutas estaban destruidas.

Peste cabalgaba silenciosa, dejando al paso enfermedades sin nombre, deformaciones repentinas, cuerpos colapsando en medio de oraciones.

Y Muerte, al final del grupo, no decía nada. Solo miraba. Todo lo que tocaban sus ojos, dejaba de crecer.

Y mientras los cielos se abrían al paso de sus monturas, los gobiernos del mundo comenzaban a movilizar tropas. Tanques oxidados. Fusiles viejos. Munición sin satélites. Como en los tiempos antiguos. Como en las guerras del pasado.

Solo que esta vez… el enemigo era el caos mismo.

Las brasas del Trono nunca se apagaban, pero esta vez ardían más alto.

Los generales se reunieron de nuevo en el gran salón del Abismo, rodeando a Lucifer con rostros expectantes y ojos en llamas. Zaqrael entró sin ser anunciado, como ya era costumbre. Su armadura aún goteaba humo del plano terrenal.

—Mi señor —dijo, inclinando la cabeza—. Los Cuatro Jinetes avanzan sin oposición. Las potencias del norte ya se movilizan. Las fronteras arden. Las primeras bombas han caído.

Lucifer se volvió hacia él con una mirada serena, casi complacida.

—¿Y los hombres?

—Confundidos, divididos, desesperados. Ya luchan entre ellos sin saber contra qué.

Asmodeo se rió por lo bajo.

—Siempre fueron fáciles de corromper. Bastaba con retirarles los ojos… y soltar las bestias.




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