El Sendero de la Sangre Dormida

El bosque se tornó más denso y silente a medida que avanzaban. Ya no era el mismo lugar que los había guiado antes; ahora parecía vigilarlos, como si supiera que algo importante estaba a punto de revelarse.

—El Bastión no se deja encontrar fácilmente —dijo Eiran mientras apartaba una rama cubierta de escarcha mágica—. Solo responde a quienes llevan el fuego antiguo… o la sangre dormida.

Alina frunció el ceño.—¿La sangre dormida?

Eiran se detuvo y la miró con seriedad.—Hay linajes de hechiceros que sellaron su magia generaciones atrás, temiendo que el poder cayera en manos oscuras. Algunos de sus descendientes caminan en el mundo sin saber quiénes son… hasta que algo los despierta.

Alina se quedó pensativa. ¿Cuántos como ella habría, ignorando el poder que latía en su interior? ¿Y cuántos habrían sido encontrados por el enemigo antes que por los suyos?

Un crujido seco interrumpió sus pensamientos, no era una rama, era una voz.

—Alina…

Ella se giró bruscamente. Detrás, en medio del follaje, una figura borrosa se desdibujaba en el aire como humo. Su rostro… le resultaba aterradoramente familiar.

—Padre… —susurró, dando un paso al frente.

Pero Eiran se interpuso.—¡No es real! ¡No lo toques!

Demasiado tarde. Alina ya había extendido la mano, y al contacto, una descarga la arrojó varios pasos atrás. La visión se desvaneció en un torbellino de risas rotas y voces en lenguas antiguas.

Eiran la sostuvo antes de que cayera al suelo, —Fue una trampa ilusoria. El enemigo ya sabe cómo tentarte.

Alina respiró con dificultad, los ojos húmedos, —No recordaba su rostro... asta ahora.

Eiran apretó su mano —El Bastión no solo guarda poder. También guarda memoria.

Y entre el silencio del bosque y los secretos que aún no habían sido contados, Alina comprendió que el viaje hacia su destino sería más que una lucha contra el mal. También sería una lucha contra su propio pasado.