El cielo estaba oscuro, gris, como una cortina de plomo. La lancha motora cortaba las aguas turbulentas del océano Índico, saltando sobre las olas como una bestia salvaje. El sonido del motor rugía, ahogando todo a su alrededor, pero no podía esconder el leve crujir de la madera bajo el peso del equipo.
En el horizonte, apenas visible entre la niebla espesa, se asomaba una silueta: la isla. Unas montañas rocosas y agrestes se elevaban, cubiertas por una jungla densa, tan impenetrable que parecía respirarla. Un olor a tierra húmeda y salitre llenaba el aire. La Isla Sentinel del Norte.
—¿Estás seguro de que esto es una buena idea? —La voz de Claire, la arqueóloga, rasgó el silencio con una pregunta tan directa que hizo que el capitán de la lancha mirara hacia atrás. Ella no era de las que se callaban.
El capitán, un hombre de rostro curtido por el sol y las tormentas, soltó una risa nerviosa.
—Lo que sea que busquemos, aquí está. Si no lo encontramos, no habrá vuelta atrás. —Su mirada se endureció, fija en la isla que se acercaba cada vez más rápido.
Detrás de él, los otros miembros del equipo no hablaban. Rob, el biólogo, observaba la isla con una mezcla de fascinación y miedo. Javier, el experto en supervivencia, estaba más tranquilo, pero sus manos apretaban con fuerza el machete que llevaba colgado al costado. No podía ver nada a través de la niebla, pero sentía que había algo esperando, algo acechando.
El ruido del motor se apagó abruptamente. La lancha llegó a la orilla, su casco tocando la arena húmeda de la playa. La isla estaba ahí, ante ellos, un territorio salvaje que no perdonaba. Ningún humano había pisado esas tierras en siglos... o al menos, eso creían.
—Vamos —ordenó Javier, saltando de la lancha al agua, las olas golpeando sus botas. Claire, Rob y el capitán lo siguieron, arrastrando sus mochilas y equipos.
La selva los rodeó en cuestión de segundos. El sol se había perdido entre las nubes, y la única luz era la de sus linternas. El aire estaba denso, pegajoso, como si el mismo ambiente de la isla tratara de aplastarlos.
—¿Por qué está todo tan... quieto? —dijo Rob, su voz baja. Las aves, que normalmente cantarían en este tipo de selvas, no se escuchaban. Ni un solo ruido.
Un crujido en los arbustos cercanos los hizo detenerse en seco. Javier levantó su machete, sus ojos escaneando la oscuridad. Claire, más nerviosa, se acercó al capitán.
—No estamos solos —murmuró.
El equipo se quedó quieto, el corazón de cada uno latiendo con fuerza en el pecho. Un leve murmullo, casi imperceptible, se filtró entre los árboles, como un susurro lejano... o tal vez, como una advertencia.
El aire parecía vibrar, y de repente, algo pasó volando por encima de ellos. La sombra de un cuerpo humanoide se desvió entre las ramas con una velocidad imposible, desapareciendo en la espesura de la jungla.
—¿Lo vieron? —preguntó Rob, la piel erizada.
—Mantengan la calma —respondió el capitán, con una voz que no sonaba tan segura como pretendía.
Pero Javier ya estaba avanzando. No tenía tiempo para preguntas. La isla les hablaba en sus propios términos, y sólo ellos podían decidir si eran dignos de escucharla.
Editado: 24.01.2025