A merced de la oscuridad, en un lugar tan extraño que ni siquiera podía ver sus propias manos, no le quedaba más que aguardar.
Hacía ya algún tiempo que se había cansado de buscar una salida, caminando sin rumbo, tratando de perseguir voces y ruidos en la nada.
Ahora, lo único que podía hacer era intentar recordar cuánto tiempo llevaba perdido y hacerse una única pregunta: «¿Así es como se siente la muerte?»
Tras una breve pausa, dio paso a la razón que empezaba a desvanecerse. «No, los muertos no respiran, no sienten, no pueden pensar o preguntarse algo así como yo lo hago... y mucho menos escuchar como yo. ¿Por qué? Simplemente no pueden... ¿por qué yo sí?»
Ese silencio, entre el ruido de sus pensamientos ofuscados, fue interrumpido por una voz familiar. Una voz que hacía ya tiempo no escuchaba, una que había intentado seguir entre la penumbra, apenas como un susurro distante:
"Despierta."
Trató de ignorarla, como una de tantas alucinaciones creadas por su mente ante la soledad. No fue hasta que reconoció entre esos susurros el tono de quien más añoraba, levantándole toda esperanza que creía perdida.
Solo entonces se atrevió a intentar, una vez más, adentrarse en ese abismo sin fondo.
Con cada paso, podía escucharla más cerca, guiándolo entre el manto sombrío.
Tras su ardua búsqueda, finalmente, a la distancia, vislumbró lo que parecía ser la salida del abismo. Con emoción, apresuró el paso, intrigado, hasta que el brillo intenso lo cegó por un instante. Al final, solo escuchó la voz insistente de la mujer llamándolo una vez más.
—¿Madre? —preguntó, abriendo los ojos, tratando de discernir la silueta borrosa frente a él... que se convirtió en la clara imagen de una mujer sonriente, revisando con una molesta lamparilla sus pupilas.
—Al parecer, todo está en orden. —La mujer se incorporó para acomodar la bolsa en el portasuero tras de sí y escribir en el portapapeles. Por su vestimenta impecable, blanquecina, comprendió que no se trataba de la persona que esperaba. Esa mujer no era su madre.
A pesar de tener la mirada cansada y algo borrosa, recorrió con los ojos la habitación:
Paredes azul verdoso, algunos carteles colgando, estantes llenos de material médico... y ese olor a desinfectante tan característico de las clínicas lo llevó a una sola conclusión:
«¿Un hospital?»
Trató de enfocar su mirada a pesar de la luz fría y deslumbrante de la sala. Apenas pudo sentir su cuerpo. Intentó apoyar su peso sobre el brazo derecho para incorporarse, pero un dolor punzante y repentino lo obligó a detenerse. Ni siquiera un quejido logró escapar de sus labios.
La enfermera pareció notar su esfuerzo y dejó escapar una sonrisa comprensiva, para luego hablarle con un tono sereno:
—Lo siento, sabía que olvidaba algo. Vuelvo en un momento.
Antes de salir, dejó el portapapeles sobre el tocador, al lado de la camilla. En él se podía leer, con letra estilizada, una inquietante frase:
"Apto para segunda etapa."
Perplejo, casi desasosegado por la situación, volvió a cuestionarse todo mientras observaba a su alrededor sin descanso. Ese lugar no era, para nada, común. Hacía mucho que los hospitales habían dejado de existir, devorados por la calamidad que arrasó con la civilización. Y lo último que recordaba parecido a esto... no era más que una prisión donde fue sometido a torturas inimaginables.
Abrió los ojos de golpe, impulsado por los nervios, y su respiración comenzó a agitarse.
Estaba seguro de que ese sitio solo podía significar una cosa: peligro.
«Por favor, no de nuevo... ¡¿Cómo nos encontraron?!» El pensamiento lo sacudió mientras forzaba su cuerpo a levantarse, agitándose de un lado a otro con brusquedad.
Cada movimiento grotesco despertaba la sensibilidad de su cuerpo adormecido... hasta que logró notar, con cierto alivio, que podía sentir sus extremidades inferiores.
El golpeteo chirriante del metal de la cama contra el suelo atrajo nuevamente a la enfermera. Tan pronto como entró a la habitación, abrió los ojos de par en par, sin poder creer lo que veía.
—¡¿Qué estás haciendo?! ¡Te harás daño! —su voz alarmada resonó con brusquedad.
El chico no le respondió con palabras, sino con una mirada cargada de rabia y repulsión.
La enfermera se precipitó hacia él para detenerlo, intentando evitar que volcara la camilla en su torpe intento de huida.
Durante el forcejeo, el chico le mordió la mano con fuerza, lo suficiente como para hacerla retroceder entre un siseo de dolor, cubriéndose la herida.
Tras un arduo esfuerzo, logró recuperar la sensibilidad de casi todo su cuerpo, pero con ella llegó un dolor insoportable que le recorrió desde el costado derecho hasta la nuca. El ardor lo consumía, y con un grito desesperado dejó escapar su agonía.
La enfermera, apresurada, tomó un sedante de uno de los estantes. No dudó en usarlo, aprovechando la debilidad que el dolor había provocado. Sin que él pudiera resistirse, la aguja atravesó su piel.
Sintió el cuerpo flaquear. La vista se le nubló, todo a su alrededor se desdibujó, y pronto volvió a sumergirse en la oscuridad.
Despertó una vez más, respirando con agitación, el sudor frío deslizándose por su sien. El miedo al dolor lo mantenía en vilo, pero esta vez no solo era eso: También estaba el malestar, acompañado de una hambre voraz y una sed incontrolable que le quemaban por dentro.
Volteó hacia todos lados, pero no había nadie en la habitación. Solo el zumbido eléctrico de las lámparas sobre su cabeza rompía el silencio.
Se obligó a calmarse, enfocándose en los sonidos a la distancia. Entonces lo escuchó: el eco de unos pasos acercándose. La opresión en el pecho volvió como un reflejo, cerró los ojos con fuerza, fingiendo seguir dormido.
—¿Sabe en qué problema se ha metido? —preguntó un hombre con voz seria al entrar en la habitación. Poco después, la puerta se cerró con un crujido agudo de bisagras oxidadas—. Al menos usó un tranquilizante esta vez... Supongo que enviarla a capacitación será suficiente.