Ambos se miraron momentáneamente, intentando reconocerse el uno al otro, hasta que esa expresión por parte del desconocido hizo que el corazón de Jack se acelerara de inmediato.
—¿Padre? —preguntó en voz baja, casi sin aliento. Después de todo, jamás pudo olvidarlo.
Un recuerdo fugaz lo arrastró al pasado, a sus primeros años de vida, específicamente a aquella noche lluviosa en la que vio por última vez a su padre.
Su madre lo sostenía en brazos, cubriéndolo completamente con una manta para protegerlo de la lluvia violenta y las ráfagas de aire helado. A su alrededor, los gritos de una de tantas discusiones retumbaban como truenos. Cuando su madre dio media vuelta, alejándose del hombre que una vez amó, Jack alcanzó a mirar a través de una pequeña abertura en la tela... la figura de su padre desvaneciéndose entre la lluvia y los relámpagos, para no volver a ser visto en los años siguientes. Años en los que no podía dejar de preguntarse: ¿Qué había sido de aquel hombre... incluso durante la calamidad?
Ya no podía contenerse. Necesitaba respuestas. Con la mirada cristalizada y una mezcla de rabia y esperanza temblando en su voz, soltó:
—¡¿Dónde estuviste todo este tiempo?!
Ni siquiera la debilidad de sus piernas tambaleantes le impidió correr hacia los brazos de su padre. Este se agachó a su altura y lo abrazó con fuerza contra su pecho. Jack solo buscaba una figura conocida, un refugio para desahogar el miedo, la tristeza, la desesperación. Su padre era eso. Su ancla en la tormenta.
—Lo que importa es que por fin pude encontrarte. Finalmente estás a salvo. Ya no hay nada que temer —murmuró su padre, quebrando ligeramente la voz, sin soltarlo ni un segundo, sintiendo cómo su pequeño cuerpo temblaba bajo el abrigo de sus brazos.
—No sabes cuánto te necesité... todo lo que tuvimos que vivir en las ruinas... —Jack no podía contener la melancolía. Ese abrazo fue como volver a tener infancia, como si por primera vez en años dejara de sobrevivir y pudiera simplemente existir.
Robert se incorporó y lo sostuvo por los hombros, con una mirada cargada de preocupación... y de un genuino interés. Su agarre era firme, como si temiera que su hijo pudiera desvanecerse en cualquier momento.
—Perdóname —dijo, con la voz rasgada—. Solo quería un futuro mejor para ustedes cuando me fui, pero veo que cometí un gran error... uno del que no me podré perdonar. Créeme, hijo: durante todo este tiempo en la calamidad, nunca dejé de buscarlos.
Y en su rostro, en su voz, en sus manos temblorosas... no había ni una sola mentira.
Jack no dijo nada. No podía. Un nudo en la garganta le bloqueaba incluso el llanto. Apartó la mirada hacia un costado, y fue entonces que notó la mano izquierda de su padre aferrada a su hombro. Los dedos estaban tensos, aunque no bruscos. Llevaba dos anillos plateados: uno con la letra "R"… y el otro, con la letra "S". Ese último era inconfundible. El anillo de compromiso de su madre.
—¿Cómo está ella? ¿Se encuentra bien? —preguntó con urgencia, con esa necesidad punzante que brota del corazón. Desde que llegó a aquel lugar, no la había visto, y la inquietud lo devoraba.
Robert se quitó el anillo sin decir una palabra y lo colocó en la mano izquierda de Jack. Él lo sostuvo, confundido, sintiendo cómo el metal pesaba más que cualquier verdad. Su padre cerró ambas manos sobre la suya, envolviendo la joya entre sus dedos con una mezcla de delicadeza y firmeza.
—Hijo… tú sabes la respuesta. —Lo miró directamente, con los ojos llenos de verdad, de compasión, y de ese dolor que los padres ocultan para no quebrarse delante de sus hijos—. Llegaste a la ciudad solo.
El silencio cayó como un rayo. Jack se quedó paralizado. Las palabras retumbaban en su cabeza mientras su mundo comenzaba a resquebrajarse. Miró en todas direcciones, como si buscara una salida, una fisura, un respiro. Como si esperara que todo fuera una broma de mal gusto.
—No… no es cierto —murmuró, negando con la cabeza mientras forzaba su memoria, escarbando en los rincones que había sellado.
Robert seguía observándolo, viendo cómo la mirada de su hijo se perdía en algún lugar entre el pasado y el dolor. Y entonces sucedió. Las lágrimas rompieron la represa. Corrieron por sus mejillas, sus labios temblaron, y el llanto contenido durante tanto tiempo estalló. El corazón de Jack se rompió en mil pedazos mientras los recuerdos emergían como una pesadilla inevitable.
Alzó la vista hacia su padre. Sus palabras se quebraron al salir, como astillas emocionales atravesando el alma.
—Yo… la vi morir… —tartamudeó. No podía creerlo. Todo ese tiempo se había mentido a sí mismo para no enfrentar la realidad. Su mente, por puro instinto de supervivencia, lo había protegido con un velo de negación. Pero ahora… la culpa lo devoraba desde dentro. Sentía cómo su cuerpo se desvanecía, no por debilidad física, sino por el peso insoportable del duelo que jamás supo cómo vivir.
Robert lo sostuvo antes de que se derrumbara, envolviéndolo con un agarre que ya no era de padre ausente, sino de padre presente. De protección real.
—No tienes que decirlo —susurró, con una ternura casi irrompible—. Sé que fue un momento difícil. Pero ahora… debe quedar atrás. Sigues aquí por un propósito, como tu madre hubiese querido.
Le limpió las lágrimas con el pulgar, y aunque el dolor seguía ahí, sus labios se curvaron en una sonrisa suave. Una sonrisa que decía ya no estás solo.
Jack miró su mano derecha, avergonzado.
— Soy un Tuporilli (tonto) entonces... ni siquiera supe cuidar de mí. Pude haber muerto, y todo habría sido en vano.
— No seas duro contigo. Los accidentes ocurren... saldremos adelante juntos, y todo volverá a ser como antes —dijo su padre, intentando infundirle confianza—. Ahora que estás aquí, prometo que todo cambiará para bien. Era lo que tu madre más deseaba en este mundo: volver a reunirnos.
Jack soltó una sonrisa leve, casi forzada. Le entregó el anillo, y su padre se lo colocó cariñosamente antes de darle unas palmadas en el hombro para intentar animarlo.
— Probablemente estés molesto conmigo...