La mañana amaneció cubierta por un velo de lluvia persistente, tan espesa que apenas dejaba entrever el alba. El cielo, gris y uniforme, parecía haber borrado toda noción del tiempo. A pesar de ello, los reclutas entrenaban con disciplina mecánica bajo la mirada firme y meticulosa de Hartmann.
Daniel se acercó desde el extremo del campo, con paso pesado y rostro adusto. Su presencia no era bienvenida para él mismo; detestaba tener que encargarse de los reclutas, una tarea que consideraba tediosa, ingrata... casi insultante.
Se colocó junto a Hartmann, con la cabeza erguida, observando en silencio a los jóvenes que forcejeaban con ejercicios básicos.
—¿Y bien? —preguntó Hartmann con tono neutral, esperando una opinión.
Daniel lo miró de reojo con desdén antes de clavar la vista al frente.
—Solo veo una bola de inútiles —espetó con fastidio—. No tienen futuro. Apenas se están entrenando para huir... como Truslavik (cobardes).
Hartmann lo escuchó con paciencia, notando el creciente mal humor que envolvía cada palabra de su camarada.
—Pero... podrían convertirse en Scouts si tan solo tuviéramos más tiempo y...
La frase no llegó a terminar. Daniel se giró bruscamente hacia él, con los ojos encendidos por una mezcla de rabia y hastío.
—¿"Pero"? ¡Somos Rangers, no niñeras! ¿Vamos a seguir reemplazando guardias cada vez que fallan? —Su voz se alzó, arrastrando tensión—. ¡¿Por qué no dejas de pensar como ese Sturmak (estupido) de Richard?! Todo este maldito asunto me tiene hasta la coronilla. Avísame cuando hagan algo que realmente valga la pena.
Dicho eso, se alejó sin esperar respuesta, refugiándose bajo uno de los arcos de concreto para escapar de la fina llovizna. Hartmann lo observó irse con el ceño fruncido, preocupado por la violencia contenida que Daniel había dejado tras sus palabras.
A solas, Daniel sacó un cigarrillo, lo encendió con manos temblorosas y exhaló el humo con un suspiro cargado. De su chaqueta extrajo la libreta electrónica que le había dejado Rozanov. Desde el día anterior, la inquietud lo carcomía por dentro.
Concentrado, abrió el recado.
> "Verifica cada firma ingresada a R.E.V.O.S. El sistema parece tener dificultades para identificarte."
Frunció el ceño, intentando descifrar lo que implicaba ese mensaje. Pero no tuvo tiempo de más. Una sacudida repentina lo hizo girar en seco. Su cigarrillo cayó al suelo y la libreta se le escurrió de entre los dedos al ver a dos cazadores furtivos abalanzándose sobre él.
Lo empujaron contra la pared con brutal eficiencia, inmovilizándolo. Uno de ellos, con el rostro cubierto por una máscara de visor polarizado, habló con voz grave y mecánica:
—Queda bajo resguardo por violación de los Códigos 04 y 08 de la normativa C.E.R.O. Será puesto bajo vigilancia estricta hasta que se demuestre su inocencia. De lo contrario, será ejecutado en un lapso de 72 Relojes según la infracción roja.
—¿¡De qué Kh'rol (carajo) están hablando?! ¡Esto debe ser una Praklyátik (maldita) broma! —gritó el teniente, forcejeando. Pero se detuvo de golpe al sentir los brazaletes ajustarse con violencia alrededor de sus muñecas. El mecanismo de sujeción emitió un zumbido sordo.
—Ninguna apelación será válida hasta que se presente ante el tribunal —añadió el cazador, arrastrándolo fuera de la zona entre charcos y barro, bajo la mirada estupefacta de los reclutas.
La lluvia seguía cayendo. Fría. Implacable. Como si el cielo se lavara las manos de lo que estaba por venir.
La puerta metálica se cerró con un golpe seco tras él. Daniel fue dejado solo en la sala de interrogación: cuatro paredes grises, un foco frío sobre su cabeza y una mesilla vacía frente a él. Aunque intentaba mantener la calma, el temblor leve en sus manos lo delataba. Las cadenas de los brazaletes, fijados a la mesa, tintineaban con cada mínimo movimiento. No quería parecer nervioso, pero lo estaba. Sabía que con el jefe de seguridad nada era un simple malentendido.
Cuando supo que sería Audel quien dirigiría el interrogatorio, tragó saliva. Lo conocía desde hacía tiempo y no había margen para errores con él. Audel era metódico, preciso… y despiadado si era necesario.
La puerta volvió a abrirse, esta vez sin apuro. Audel cruzó el umbral con paso firme y se sentó frente a Daniel sin emitir palabra, dejando que el silencio hablara primero. Apoyó los codos sobre la mesa, entrelazó los dedos con parsimonia y lo miró directamente a los ojos. Su rostro estaba imperturbable, duro como una máscara de piedra.
—Ya conoces el protocolo —dijo con frialdad, sin molestarse en saludar ni perder el tiempo.
Daniel asintió apenas, manteniéndose en silencio. Su estrategia era clara: responder solo lo necesario, sin dar pie a sospechas.
—Las cámaras muestran que fuiste el último en salir de la oficina del encargado de seguridad —dijo Audel, sin quitarle la vista de encima—. ¿Cuál fue el último tema de conversación?
Daniel se tensó un poco, pero se esforzó por sonar natural.
—Solo hablamos de las misiones pendientes, señor. Nada más.
Audel no pareció satisfecho.
—Dame detalles —ordenó de golpe, con un tono que cortaba el aire.
Daniel dudó por un segundo, eligiendo con cuidado cada palabra.
—De... las asignaciones que quedaron en pausa durante mi incapacidad. Solo eso, señor.
Audel se mantuvo en silencio, examinándolo como si pudiera leerle el alma. Daniel sostuvo su mirada, pero algo en su expresión traicionó su incomodidad. Frunció ligeramente el ceño, y en un gesto casi involuntario, apretó los labios, dibujando una mueca de disgusto.
—¿Acaso estás retándome, Sokolov? —preguntó Audel de forma repentina, con la voz más baja pero peligrosamente tensa.
Daniel bajó la mirada enseguida, su cuerpo encogiéndose un poco por el instinto de defensa. Sus manos apretadas en los brazaletes se frotaron con nerviosismo.
—No, señor —respondió, apenas en un susurro, como si las palabras le pesaran.