La Última Oportunidad

CAPITULO 14 "EL NÚMERO 22"

Los tubos de luz fría palpitaban sobre sus cabezas, párpados cansados resistiéndose a cerrarse, lanzando destellos intermitentes que dudaban si seguir iluminando aquel encierro. El aire tenía el olor áspero a la Organización: papel envejecido, desinfectante crudo… y, detrás, apenas perceptible, la fragancia amarga de la infusión que se aferraba a las paredes de concreto y al mismo aire.

La mesa hexagonal una isla flotante bajo la luz. Audel estaba hundido en su silencio: codos apoyados, las manos entrelazadas sosteniéndole el mentón, los ojos grises vacíos, perdidos en el resplandor verdoso de las pantallas holográficas que parpadeaban sobre el centro. Frente a él, los demás jefes movían sus informes con la destreza de archivadores, barajando y ordenando hojas (una partida interminable en la que nadie quería apostar en voz alta.)

Helene en su gesto delicado casi floral, sirvió otra ronda de té. La tetera exhaló su aliento, el vapor extinguiendose junto con la paciencia de los presentes, y quedó a un lado, inmovil. Ella cruzó las manos en el regazo y dejó que su mirada viajara de un rostro al otro, tanteando la mueca de cada uno. El silencio se mantenía espeso, ese que nace cuando la decisión ya está tomada, pero la sala aún se niega a pronunciarla.

—Sin duda esta mañana debí añadir más manzanilla —dijo por fin, su voz aterciopelada, una grieta en la quietud. Luego se dejó caer junto a Adrik que seguía escribiendo con la cabeza inclinada, la pluma rascando el papel con un ritmo que de reloj descompuesto.

Del médico escapó una risa breve, seca, indulgente.
—No te apresures. Gracias por el té. —Alzó la vista solo un instante, una sonrisa mínima que apenas rozó sus labios antes de hundirse otra vez en los documentos.

Audel giró lentamente los ojos, ni siquiera lo bastante para dar forma a un gesto de respuesta.

Viktor extendió su brazo pesado hacia el azucarero. Las cucharas chocaron contra la porcelana y el azúcar cayó en montículos torpes dentro de su taza.

—¿Qué? ¿Piensas matarte de algo? —preguntó Erich, cruzando los brazos con sequedad.

—Si tengo al buen doctor Adrik —replicó Viktor con un carraspeo áspero.— no tengo de qué preocuparme. —Bebió ruidosamente, sin perder la compostura. El sonido llenó la sala como un reproche. Joseph, al otro extremo, se quitó las gafas con un gesto lento, observando el intercambio. Erich, en cambio, se encogió apenas, escondiendo la incomodidad detrás de sus papeles.

—Además —añadió Viktor, sin apartar la taza de los labios—, el té de Helene me gusta demasiado.

Audel seguía inmóvil, hundido en su propio mutismo. La mitad del rostro cubierta entre las manos, como si quisiera aplazar un pensamiento que pesaba demasiado para pronunciarlo. Joseph lo observaba, expectante, esperando un gesto que no llegaba y probablemente no lo haría.

—¿Y Robert? ¿Y Niels? —preguntó finalmente Joseph, recostándose con deliberada lentitud sobre el respaldo de la silla.—. Últimamente parece que uno ha olvidado la puntualidad… y el otro, la presencia.

Las manos de Audel descendieron por fin. Tomó la taza con un movimiento medido, milimétrico, y bebió un sorbo largo, el líquido reflejando la luz verdosa. Solo después, midiendo con calma cada palabra con la elegancia de prepararse para disparar un proyectil, respondió:
—Robert está recibiendo el informe… precisamente de Niels. Él está fuera, lidiando con esto.

Tan pronto terminó de hablar, las puertas se abrieron con un chasquido metálico que retumbó en el hormigón, como el golpe seco de un disparo. Las cabezas giraron al unísono, las sillas chirriaron, y las figuras se erguieron: columna recta, barbilla en alto, las manos enlazadas a la espalda. estatuas obedientes, talladas más por hábito que por convicción.

Robert entró sin anuncio ni teatralidad. Silencioso, los ojos hundidos en los papeles que sostenía, como si la sala no existiera, como si el aire, los cuerpos y el té fueran meras sombras proyectadas.
—Tomen asiento, camaradas. Excelente ciclo.. —La voz no pasó del murmullo, pero se extendió con el peso de un dogma. Nadie ignoró ese filo. Solo al llegar a su puesto levantó la vista. Dejó caer los documentos sobre la mesa: un mazo de cartas ya marcadas. El leve suspiro que lo siguió sonó menos a fatiga que a cálculo.— Antes de comenzar, felicito la implementación de sus programas. Aunque hay un punto... —sus ojos se deslizaron hacia Erich— que trataré contigo en privado.

El silencio volvió a instalarse. El vapor de las tazas ascendía lento, blanquecino, un delirio frágil en el aire denso. Erich tensó la mandíbula y levantó la taza con dedos rígidos, la porcelana chasqueando como si pudiera quebrarse en cualquier instante.

—Entrando en materia —dijo Robert con calma gélida—: seguridad externa. Aquí están los últimos reportes de Reznya. —Levantó uno de los documentos cual prueba ante un tribunal.— Comunicado desde Der Letzte Posten. Los sensores en Waldgrenze han registrado actividad irregular: señales de la milicia. Persiguen a sus anarquistas. Además, desplazamientos de supervivientes en zonas rurales, alejándose de las ruinas.

Joseph se inclinó hacia delante, incrédulo, las manos crispadas en torno a la taza.
—Waldgrenze... imposible. Nadie en su sano juicio cruza esa línea. Hay torretas automáticas, patrullas de reacción rápida, unidades de élite.

Audel asintió despacio. Su mirada permanecía fija en Joseph cuando pulsó un botón. El holograma emergió con un resplandor verdoso, bañando sus rostros de manera espectral. Rutas, balizas, perímetros… y allí, un punto parpadeante en la zona de Niels.
—Su ruta de patrulla —murmuró. Nadie dijo nada, pero todos sintieron la presencia de Niels en la sala, como si respirara junto a ellos.

—Sí, tenemos torretas —continuó Audel—. Por eso no entran por el frente. Usan rutas alternas. La más obvia es el Obsidianpfad, enlazado al Nebelpfad. De ahí el campamento improvisado en el bosque: el lugar más cercano para infiltrar y exfiltrar. No avanzaron demasiado... pero lo suficiente para demostrar que la línea no es infranqueable.




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