Lo único que respiraba la habitación era el goteo constante sobre la porcelana húmeda. Cada caída de agua se deshacía el sonido en breve, un reloj descompuesto marcando el tiempo que no pertenecía a nadie. El resto era un silencio absoluto, frío...
Jack dormía hundido en ese vacio, con el cuerpo torcido sobre el catre. El cabello oscuro le cubría la frente, pegajoso de sudor, y la mitad del rostro estaba empapada en saliva seca. Ni siquiera esa incomodidad lograba arrancarlo del sueño denso, su cuerpo, cargado con el peso de plomo, se negaba a regresar.
Los golpes en la puerta. Tres, duros. Reventaron la quietud. El eco se metió en su cuerpo. Despertó jadeando, con el corazón golpeándole en las costillas, y un dolor punzante en el costado izquierdo donde la herida aún ardía. Un gruñido se le escapó de la boca.
—¡Jack! ¿Sigues dormido? —La voz de su padre retumbó, grave.
Jack se llevó una mano al rostro la cual le temblaba con espasmos Zzzzt... clack... zzt.... Cada intento de incorporarse era un suplicio: los músculos respondían cual sacos de arena mojada cuando intentaba arrastrar el cuerpo con desgana.
—¡Ya estoy despierto! ¡Solo… déjame vestirme! —su voz se quebró mientras se erguía a trompicones, cada paso un resbalon.
Abrió a manotazos el cajón, arrojando objetos al suelo, buscando el controlador bajo la pálida luz de la prótesis. Cada cosa que levantaba con las manos heridas era un tormento: los dedos desnudos de uñas apenas rozaban algo se sentian cual fueran agujas incrustandose en su piel.
—¿Estás bien? Voy a entrar… —la voz de Robert, más cercana, rozaba la puerta.
Jack se apresuró, enfundándose los guantes su unica armadura contra el dolor y su disfraz, sosteniéndo con el cuerpo contra la puerta antes de ceder. Sin siquiera el tiempo de poder Fingir compostura y no estar roto.
La puerta se abrió y Robert quedó allí, en el umbral, clavado en un instante de duda. La expresión de su rostro cargaba una certeza amarga: algo no estaba bien. Observó el rostro pálido de su hijo, los ojos vidriosos, el temblor apenas contenido y los dedos engarrotados. Avanzó despacio, levantó una mano y, con una delicadeza casi extraña en él apartó los mechones húmedos de su frente.
—No parece que tengas fiebre… —murmuró, intentando hablar consigo mismo.
Jack bajó la mirada, encogido, las palabras se le rompían antes de salir y sus dedos se movían rechinando con nerviosismo.
—Quizá… solo esté empezando el resfriado.
Robert respiró hondo. En su gesto se notaba el peso de retener la inquietud, de no dejar que el miedo hablara más fuerte que la calma.
—Límpiate la cara. Vamos a cenar y regresas a dormir. — Advirtió con autoridad entre la ternura—. Te espero aquí fuera.
La quietud volvió a ocupar la habitación, pero no el mismo latido detenido. Ahora parecía respirar plomo, algo en el aire habia quedado suspendido entre padre e hijo.
Jack salió unos instantes después, la kronenko sujetada en el brazo izquierdo, caminando si el peso del día lo hubiera convertido en sombra de sí mismo. Se abrazaba instintivamente, la prótesis descansando sobre el hombro dolorido, mientras sus pasos arrastraban un eco metálico en el pasillo silencioso. La cabeza gacha, los ojos fijos en su reflejo distorsionado sobre el suelo pulido, evitando cualquier contacto visual con su padre. Un vistazo habría bastado para delatarse.
De pronto, una mano cálida se posó sobre su hombro. Jack levantó la mirada de forma automática, atrapado en ese contacto que parecía retener el tiempo.
—Muéstrame la prótesis. —La voz de Robert era grave, firme, pero sin aspereza. La mano se extendía hacia él, ofreciendo un puente. Jack suspiró, apretó los labios y dejó que la prótesis crujiera con un chasquido seco antes de depositarla en su palma.
Apartó la vista nuevamente. Las luces del pasillo parpadearon, proyectando sombras que se deformaban sobre las paredes, mientras el sonido eléctrico de los tubos fluorescentes chirriaba en el aire pesado. Sus miradas se cruzaron por un instante más, cargadas de preguntas no dichas.
—¿Agarraste tierra con la prótesis? —preguntó Robert, la voz teñida de confusión, sus ojos recorriendo las hendiduras del metal llenas de lodo seco.
—Se me cayó una maceta en la mañana, antes de regresar a la habitación. —Jack respondió entrecortado, con un hilo de voz, cada palabra pesando demasiado.
Robert no replicó. Le dio un leve empujón en la espalda, apenas perceptible, para que avanzara a su lado. El pasillo, antes apagado, empezaba a llenarse del murmullo lejano de investigadores en el comedor, un ruido difuso que rompía el letargo de la organización.
Jack se movió con cuidado entre las hileras de bancos y figuras que conversaban a medias, hasta que alcanzó a Petryck e Isaak. Al verlo, ambos dibujaron una expresión extraña, sus rostros licuandose ante la incertidumbre, flotando entre sorpresa y desconfianza, atrapados en un instante que ninguno quería nombrar.
El comedor vibraba con un murmullo apagado, un zumbido constante que parecía nacer de los tubos del techo.
Jack sintió las miradas caer sobre él apenas se acercó a la mesa; los ojos de Isaak, grandes tras los lentes torcidos, se movían nerviosos; los de Petryck, en cambio, duros, tan tensos que el roce de sus dientes chirriaba entre bocados que no existían.
Nadie dijo nada. El silencio tenía filo.
Robert tomó asiento frente a ellos con una calma meticulosa. Se quitó las gafas y las limpió con el borde de su manga. Jack se dejó caer en su lugar, colocó la kronenko sobre la mesa y fingió orden, mientras sus dedos temblaban dentro de los guantes.
—Hoy —dijo Robert, con una voz que parecía medir el aire— me complace anunciar que la comida será más que carne seca. Los cultivos han sido generosos: sopa de verduras.
Una pausa. Sonrió con esa cortesía gastada que ya no significaba nada.
—Y mientras se prepara... hagamos un breve repaso.