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Capítulo 1: Cenizas bajo la piel

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Sombra Azul J.R.

El cielo de Arkadia siempre tenía el mismo color: gris sin matices, como si alguien hubiese pasado un pincel sucio sobre los días. Jadiel aprendió desde niño a no mirar hacia arriba, como todos. La esperanza era algo que se enseñaba a ignorar antes de los siete años. Pero él, incluso sin entender por qué, seguía alzando los ojos cuando nadie lo veía.

Vivía en el Sector 14, zona de control moderado, donde los muros hablaban más que las personas. Las pantallas murmuraban las mismas frases cada mañana:
“Pensar es repetir. Sentir es peligroso. Los libros enferman.”

Tenía catorce años cuando algo comenzó a cambiar dentro de él, aunque no pudo ponerle nombre entonces. Fue el día en que descubrió la baldosa floja del baño. Ni siquiera la buscaba. Solo quería esconder un dibujo —una tontería que había hecho de su madre— para que nadie lo encontrara. Dibujar rostros estaba prohibido. Tener memoria propia también.

Debajo, encontró una hoja arrugada, amarillenta, con un olor raro: como si el tiempo tuviera aroma. No sabía de qué era. Tenía frases sueltas, sin contexto, pero una le perforó el pecho:

“Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.”

No supo por qué, pero sintió que alguien le hablaba desde ahí. Una voz distinta a todo lo que había escuchado. Una voz humana.

Esa noche no durmió. Releyó esa frase hasta sabérsela de memoria. Luego la susurró al oído, como si fuera un secreto. Se preguntó quién la había escrito, y más aún, por qué estaba escondida.

La madre de Jadiel había desaparecido cuando él tenía ocho años. Oficialmente, “trasladada para reintegración psicológica”. Extraoficialmente, todos sabían lo que eso significaba: muerte por pensamiento. Ella era restauradora de archivos. Tenía manos suaves y ojos con sombra de tristeza. Una vez, cuando Jadiel era muy pequeño, la escuchó cantar. Una melodía sin letra, rota por el miedo. Le puso el dedo en los labios y le dijo:
—No repitas esto, amor. No afuera.

Ahora entendía. Ella lo había preparado sin palabras. Le había dejado la grieta justa para que el mundo no lo tragara entero.

Desde aquel día, Jadiel empezó a mirar diferente. Ya no creía en los “protocolos” ni en los “informes de pureza”. Iba al centro de control como todos, hacía lo que debía, pero dentro… dentro algo se estaba encendiendo.

Un día, de camino al módulo de aprendizaje, escuchó una voz entre los túneles subterráneos. Era suave, casi un susurro:
—¿Tú también la encontraste?

Se giró. Una chica de su edad, con una cicatriz en la ceja izquierda, lo miraba sin miedo.

—¿Qué dices? —fingió.

Ella sonrió apenas.
—Los que tenemos fuego lo reconocemos.
Y desapareció entre las sombras.

Jadiel no entendió todo… pero sí lo suficiente.

No estaba solo.

Y eso —aunque no lo sabía aún— era el principio de una guerra.




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