El aire en la sala oculta olía a papel viejo y miedo contenido. Jadiel no hablaba. Observaba. Sentía cómo el mundo que había creído estable empezaba a resquebrajarse bajo sus pies.
Saúl garabateaba frases en una pared lateral. Luna quitaba con cuidado una hoja escondida en una rendija. Lucas estaba apoyado en silencio, como un centinela sin uniforme. Y en el centro, junto a la mujer de pelo blanco, había alguien que hizo que el corazón de Jadiel diera un salto.
Gorka.
Alto, con la mandíbula marcada y el ceño fruncido como si lo hubiesen diseñado para resistir. Tenía la misma edad que Jadiel, pero una mirada que parecía arrastrar tres vidas. Cuando lo vio, sonrió con una mezcla de alivio y reproche.
—Tardaste, hermano.
Jadiel se acercó. Lo abrazó sin pedir permiso.
Era su amigo desde antes de entender lo que significaba tener uno. Se conocieron de niños, cuando ambos fueron castigados por hacer demasiadas preguntas. Mientras los demás aprendían a olvidar, ellos se pasaban respuestas en trozos de tela cosida. Habían perdido juntos. Llorado juntos. Y, sin decirlo, habían prometido no rendirse nunca.
—No sabía que tú también estabas aquí —susurró Jadiel.
—Te esperaba. Algunos leemos el mundo, otros lo sienten venir.
Gorka no era sentimental. Pero con él no hacían falta las palabras largas. Se entendían por gestos, por miradas. Si Jadiel era la llama, Gorka era el metal que la contenía.
La mujer de cabello blanco se presentó como Inara, fundadora del círculo clandestino al que llamaban Los Memoria. Su voz tenía grietas, pero su presencia era firme.
—No somos soldados. No somos mártires. Somos libros vivientes. Nuestra tarea es preservar las palabras prohibidas, recordarlas cuando todos olviden, transmitirlas sin tinta ni pantallas.
Luego les hizo una pregunta simple y brutal:
—¿Qué frase los salvó?
Uno a uno, compartieron.
Saúl dijo una línea sobre resistir. Luna recitó una que hablaba de amar con los ojos cerrados. Lucas apenas susurró la palabra “hijo”.
Jadiel tardó. Pero al final respondió:
—“Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.”
Gorka lo miró con ternura seca.
—La mía fue de mi madre —dijo—. Antes de desaparecer, me dijo: ‘Si un día no sabes quién eres, busca las historias que recuerdes. Ahí estaré.’
Silencio. Luego, Inara cerró los ojos. Anotó ambas frases en su memoria. No usaban papel más de lo necesario. Todo quedaba dentro de alguien.
Durante semanas, Jadiel y Gorka entrenaron juntos. No para luchar con armas, sino para soportar el peso de las palabras. Memorizar no era repetir: era revivir. Algunos textos dolían tanto que los hacían llorar en voz baja. Otros los llenaban de rabia, o de amor, o de una nostalgia inexplicable por cosas que nunca vivieron.
Cada noche, antes de dormir, Gorka le decía a Jadiel:
—Recítame algo. Lo que sea.
Y él lo hacía. Así compartían la última llama del día. Una rutina silenciosa que los mantenía cuerdos.
Una madrugada, Inara les dijo que pronto deberían elegir sus nombres de archivo.
—Cuando caiga todo, quizás solo quede uno de ustedes. Y si cae uno, debe quedar la historia que lleva.
Jadiel se sintió temblar por dentro. No por miedo. Por responsabilidad.
Él aún no sabía cuál sería su libro. Pero sabía que quería escribir uno que nadie pudiera borrar. Con tinta o con sangre.
En los pasillos de la rebelión, no todos eran valientes todo el tiempo.
A veces Jadiel temblaba en las esquinas.
A veces Gorka despertaba gritando.
A veces se miraban, sin hablar, y sabían que estaban vivos solo por el otro.
Y por las palabras que ya no podían callar.