El papel crujía como si tuviera voz propia.
Cuando Jadiel sostenía una de las páginas impresas, sentía que algo ancestral palpitaba entre sus dedos. Como si cada letra fuera una arteria viva. Como si el texto lo eligiera a él para seguir existiendo.
Esa mañana, el grupo se reunió con más tensión que de costumbre. Alguien había arriesgado todo para dejar una copia en la sede del Consejo. Nadie sabía quién. Nadie lo confesaba. Pero la reacción fue inmediata: toque de queda extendido, más escáneres de retina, y una nueva ley.
—“Toda comunicación escrita no autorizada será considerada traición de primer grado.” —leyó Saúl, con la voz quebrada.
En la sala, todos discutían qué hacer. Menos Jadiel y Gorka. Ellos se miraban.
—Fuiste tú, ¿verdad? —dijo Gorka en voz baja, acercándose.
Jadiel no respondió. No tenía que hacerlo. Gorka ya sabía.
—Te van a cazar, hermano. No todos están listos para morir por un verso.
—¿Y tú lo estás? —preguntó Jadiel.
Silencio.
—Estoy listo para morir por ti —respondió Gorka—. Pero eso no significa que apruebe todo lo que haces.
Dolía, pero era verdad.
Las cosas se complicaron más cuando Martha reveló una sospecha: alguien dentro del grupo había accedido al servidor de vigilancia para manipular los sensores. Lo habían hecho para ayudar. Pero sin decírselo a nadie.
—Alguien más nos está ocultando cosas —dijo, y su mirada recorrió a todos.
Manu negó. Jimena no hablaba. Saúl se mordía las uñas. Luna parecía saber algo, pero no dijo nada.
La confianza, ese hilo fino que los sostenía, empezó a tensarse.
Esa noche, Jadiel no podía dormir. Salió al pasillo secreto, como otras veces. Y allí estaba Gorka, con una lámpara apagada entre las manos.
—¿Sabes por qué seguimos vivos? —le dijo sin mirarlo.
—Porque no nos rendimos.
—No. Porque aún no nos han escuchado del todo.
Gorka encendió la lámpara. De dentro, sacó una hoja enrollada.
—Esto es lo que yo escribiría —dijo—. No es bello. Pero puede salvar a alguien. Léelo si quieres.
Jadiel lo hizo. Era directo, casi brutal. Había nombres, códigos, advertencias. Pero al final, una sola frase distinta:
“Si me matan, que al menos quede claro por qué amaba tanto este mundo roto.”
Jadiel lo miró. Algo en su pecho se aflojó.
—Está escrito con el alma —susurró.
—No es poesía, pero es verdad —respondió Gorka.
A la mañana siguiente, Saúl había desaparecido. En su catre, solo una frase escrita con carbón:
“No puedo con el miedo. Pero sí con la memoria.”
Inara lloró en silencio. Luna pateó una pared. Jimena abrazó a Martha.
Jadiel sintió que el grupo se quebraba. Y sin embargo, también supo que era ahora o nunca.
—Vamos a seguir —dijo—. Aunque quedemos pocos. Aunque tengamos que grabar las palabras en la piel.
Gorka se puso a su lado.
—Tú lideras. Yo sostengo.
Esa noche, por primera vez, Jimena habló por voluntad propia. Su voz era firme, pequeña, como una chispa contenida.
—Quiero escribir mi historia. Aunque no me crean. Aunque nadie la lea.
Todos la escucharon.
Y así nació la idea de una nueva imprenta, más pequeña, más móvil, con un solo propósito: recoger testimonios. Vidas reales. Dolor humano.
El libro no sería uno. Serían todos.
Pero al final del pasillo, Martha observaba el interruptor de ventilación con la mirada perdida. Y en su bolsillo, una placa de identificación quemada… con el sello del Consejo Supremo.