Templo de Kukulcán, Yucatán, México. Año 900 d.C.
El aire en la cámara secreta era denso y estaba cargado con el olor a sangre y copal quemado. La luz parpadeante de las antorchas se reflejaba en las caras sudorosas de los sacerdotes mayas, que rodeaban la plataforma central de obsidiana. Fuera, el clamor de la guerra y la caída de Chichén Itzá resonaban como el juicio final.
El Gran Sacerdote Ah Kin, con los ojos inyectados en sangre por el miedo y la desesperación, levantó el objeto. No era de oro ni de jade, sino de una aleación metálica oscura, fría al tacto y grabada con glifos que contaban historias de la creación y la destrucción. Era la Reliquia de Aztlán, el motor que, según las leyendas, otorgaba a su poseedor el poder de moldear la civilización... o de aniquilarla.
—El tiempo se ha agotado, mis hijos —la voz del Sacerdote era un susurro roto—. Los invasores del Norte están en las puertas. Este poder no puede caer en manos de aquellos que no entienden el equilibrio.
Los sacerdotes asintieron. Uno a uno, rompieron sus dagas de obsidiana, dejando caer la sangre sobre el artefacto para sellar un juramento milenario. Ah Kin extendió la mano y colocó la Reliquia en un nicho tallado en forma de serpiente. Luego, con un esfuerzo sobrehumano, giró una palanca oculta.
Con un crujido sísmico, un bloque de piedra se deslizó, sellando la cámara. El único rastro que quedaba era un pequeño códice tallado en un hueso de jaguar, que contenía la clave del escondite y el mapa de la profecía: la Reliquia solo sería encontrada y liberada cuando "el sol negro" se alineara con el templo.
El Sacerdote no viviría para ver el amanecer, pero sabía que había asegurado el destino del mundo. El poder dormiría, esperando al hombre que fuera lo suficientemente sabio (o lo suficientemente estúpido) para despertarlo.
Londres, Inglaterra. Hoy.
Ethan Hayes detestaba las conferencias académicas. Eran predecibles, aburridas y olían a polvo de biblioteca. Pero su mente no estaba en los pergaminos ni en los debates sobre la cronología maya. Estaba en el pequeño códice de hueso de jaguar que había encontrado su colega en un mercado negro de antigüedades en Mérida.
El códice era genuino y viejo, pero lo importante era el mapa grabado. No era un mapa de un sitio conocido, sino de una cámara sellada. Y la traducción era clara: "Aquí yace el poder bajo el sol negro, protegido por la sangre".
Ethan sabía que lo que sostenía no era solo una clave histórica; era una bomba de tiempo. Se levantó de su asiento y se dirigió a la salida. Tenía que llegar a su oficina. Tenía que comprobar la fecha de la profecía solar.
En el pasillo, sintió un roce inusual. Un hombre alto, vestido con un traje de diseñador, lo miró fijamente. Los ojos del hombre no eran fríos; eran letales.
—Profesor Hayes —dijo el hombre con un acento indescifrable—. Tenemos entendido que usted posee algo que nos pertenece. Una reliquia.
Ethan sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con la climatización de la universidad. El hombre no era un coleccionista. Era un cazador. Y acababa de pisar la línea entre la historia y la supervivencia.
Editado: 10.12.2025