No todos en el mundo son seguidores,
Más no hay menos líderes a los cuales
el peso de sus actos no los haya aplastado.
Yra Reybel
Tan Real como la vida misma,
Porque en ella, como en la cruda realidad,
Solo hay lugar para la irónica justicia.
I
Londres
Otoño de 1898
Las lágrimas de Sara se confundían con las gotas de lluvia que caían en su rostro. La noche amenazante de las trémulas calles de Londres hacían que todo se tornara aún más lúgubre.
Ya era muy tarde para esperar un coche, así que se fue a pie. Continuó casi por una hora tras pasar un sendero que conducía a su destino. Se detuvo frente a una vieja mansión de Kilburn en las afueras de Hampstead, la cual gritaba la gloria de su belleza en el pasado, debajo del moho verde de humedad que la cubría y a través de las grietas que había ganado con los años.
Se dispuso a tocar, no pasaron más de tres toques antes de que alguien abriera. A la puerta atendió un joven de pelo rubio, dotado de una considerable altura y una sublime belleza, sus ojos dorados se abrieron estupefactos al verla y prácticamente la arrastró hacia dentro.
Por una extraña razón, después de tantos años se volvió a sentir en casa, la decoración era exquisita, con una muy buena colección de maderas preciosas talladas a mano. Se internó en la propiedad y sintió el calor del hogar que había casi olvidado.
— Sara, pero ¿Por qué no avisaste? te habría ido a buscar a la estación de trenes, mírate como estas empapada —ella llevaba un vestido verde oscuro aterciopelado, con encajes negros que hacían excelente combinación con su rojo cabello, que aun mojado y algo descuidado, era tal y como él lo recordaba después de no verla por 5 años. Sara no se inmutó en lo absoluto y fue directo al grano.
— ¿Cómo está?
— ¿Qué?... —el joven guardó silencio hasta que comprendió a qué se refería— ¡Oh!, claro, por supuesto, está bien, no te preocupes, ahora ve a cambiarte esas ropas, podrías enfermarte —por encima de lo obvio, sabía lo que decía, tantos años en la escuela de medicina no habían sido en vano.
Luego de tanto luchar contra su padre por convertirse en doctor, Richard Winterhood se había transformado en el mejor médico cirujano de la región, aún en contra de lo que pensara Leopold, sobre que se hiciera cargo del negocio familiar.
— Te ha caído el cielo encima —continuó él, pero ella no quedó conforme.
— Richard, necesito saber... ¡Por lo que más quieras! —suplicó aferrándose a su brazo, desde que había recibido la carta, se sentía impaciente y llena de ansiedad, en ésta Anabel le expresaba con mucha insistencia su necesidad de verla nuevamente, que temía que su enfermedad se la llevara antes de hablarle de algo muy importante, pero lo que a Sara le interesaba en realidad era su salud.
— No te preocupes, ella no irá a ningún lado.
— Richard yo... —entonces, supo cuando la miró con aquellos penetrantes ojos, que no le valdría de nada discutir con él, aun conservaba esa mirada escrutadora que ella no podía desafiar, era obvio, el pasar de los años solo la habían cambiado a ella.
Inmediatamente el muchacho llamó al ama de llaves, la señora Baker, la única que había decidido quedarse con ellos a pesar de que todos en los alrededores juraban maldita esa casa, aquella era una mujer diminuta de avanzada edad, pero con gran presencia que se había ocupado de su madre cuando era niña y de ellos cuando ésta los tuvo a él y a su hermana Anabel, después de casarse con Leopold Winterhood.
La señora quería mucho a Sara, así como al resto de la familia, había cuidado de ella cuando la mamá de Richard la adoptó, era una mujer muy bondadosa, incluso en ese momento, Sara vivía de los intereses de una pequeña, pero al mismo tiempo, generosa renta que le dejase Leonora en su testamento.
Fue hasta que Richard tenía 15 años, que su madre murió por una extraña enfermedad, dejándolos solos a su hermana Anabel y a él, Sara también sufrió mucho su perdida, pero el que nunca se repuso fue su esposo Leopold, que se dio a la bebida y fue encontrado por su hijo ahogado en la fuente del jardín, al parecer perdió el conocimiento y allí cayó borracho. Richard recordaba el suceso como le gustaba llamarlo su "Regalo de Cumpleaños", realmente era lastimoso ver como se refería a que su padre muriera el día de su vigésimo dos cumpleaños, aunque para él era solo un capítulo de su vida que había dejado atrás.
— ¡Mi niña! ¿Cómo te has dejado llover así? ¡Tienes mojadas hasta las enaguas!
— Nana, no te preocupes, estoy bien — de pronto un estornudo demostró lo opuesto.
— ¿Ves? no me lleves la contraria, Nana sabe, yo sé lo que es bueno para ti, te prepararé uno de mis famosos tés, Dios sabe que muchas almas han aliviado —dijo alzando los brazos y haciendo ademanes con las manos.
— Hazle caso a Nana "Ella sabe" —bromeó él guiñándole un ojo.
— No te pases de listo —gruñó la mujer percatándose de la complicidad del joven.
— Sabes que no, Nana —se retractó, abrazándola y dándole un beso en la frente —ya, ya, vayan que no quiero que se resfríe.
Al llegar a la alcoba, Sara se percató de que no había cambiado en nada.
— Me aseguré que se quedara como la dejaste, mi niña.
— Gracias Nana —dijo con amenazantes lágrimas en los ojos.
Cuando estuvo sola, corrió las hermosas cortinas con gorriones bordados a mano y vio a través de los ventanales de cristal que daban a la caballeriza, eran unos cuantos metros, empezó a recordar su vida en la casa Winterhood, de pronto los recuerdos azotaron su mente, como un pequeño recuento ante sus ojos, esos recuerdos que quería olvidar aquellos que la habían hecho huir.
— !Sara!, ¡Sara!, papá dice que hará una fiesta para celebrar nuestro cumpleaños juntas, hermana —Anabel se dirigía a toda velocidad hacia ella. Al igual que su hermano, esta tenía el pelo claro y esos bonitos ojos de rayo de sol, en ese entonces era solo una niña de 13 años, enfermiza, que vivía a través de los ojos de su hermana, a la cual veía como un bello ángel o una benevolente Diosa.