La Última Vez que Te Perdí

CAPÍTULO 1:  Parte I

CAPÍTULO 1: "El Hombre que No Envejece"

PARTE I: EL ESPEJO DEL TIEMPO

La galería Artemisia olía a dinero viejo y ambición nueva. Edmón Valancourt se detuvo frente al óleo del siglo XVIII, una copa de champagne tibio en la mano, y observó al hombre del retrato con la familiaridad de quien se mira al espejo cada mañana durante cuatrocientos años.

"Retrato de un Caballero Desconocido, c. 1764, Escuela Francesa", decía la placa dorada. Desconocido. Edmón sintió la ironía trepar por su garganta como bilis.

El hombre del cuadro llevaba peluca blanca empolvada, casaca de terciopelo azul oscuro con bordados dorados, y una expresión de melancolía tan profunda que parecía sangrar a través de la pintura. Sus ojos —castaños con motas doradas, como whisky bajo luz de vela— miraban directamente al espectador con una intensidad que hacía que los visitantes de la galería se movieran incómodos antes de seguir adelante.

Edmón conocía esos ojos. Se afeitaba frente a ellos cada mañana.

—Se parece a usted.

La voz femenina llegó desde su izquierda, teñida de curiosidad y algo parecido al vértigo. Edmón giró la cabeza con la lentitud estudiada de alguien que ha aprendido a no parecer demasiado joven, demasiado rápido, demasiado vivo.

Una mujer de unos sesenta años, vestida con elegancia discreta, lo observaba alternando la mirada entre él y el retrato. Su expresión era de asombro genuino, el tipo de reconocimiento que Edmón había aprendido a temer a lo largo de los siglos.

—¿Perdón? —respondió con la sonrisa cortés que había perfeccionado en 1823, durante su época vienesa. Amable, pero distante. Interesado, pero no demasiado.

—El retrato. —La mujer señaló con su copa hacia el cuadro—. El parecido es extraordinario. Mismos ojos, misma estructura facial. Hasta la forma de la mandíbula. ¿Es usted descendiente?

Edmón bebió un sorbo de champagne, ganando tiempo para calibrar cuánta verdad podía permitirse.

—Todos tenemos un doble en algún siglo, ¿no? —dijo finalmente, con un toque de humor autocrítico en la voz—. Aunque admito que el parecido es... inquietante.

—Más que inquietante. —La mujer se acercó al cuadro, entornando los ojos—. Es como si usted hubiera posado para esto. Incluso tiene la misma... tristeza en la mirada. Como si hubiera perdido algo que nunca podrá recuperar.

Edmón sintió que algo se contraía en su pecho, ese músculo que seguía latiendo después de cuatro siglos sin tener ningún derecho a hacerlo.

—Quizás todos llevamos esa tristeza —respondió, más para sí mismo que para ella—. Solo que algunos somos mejores ocultándola.

La mujer lo estudió con una mirada demasiado penetrante, el tipo de mirada que Edmón había aprendido a reconocer como peligrosa. Eran las personas observadoras las que hacían preguntas. Las que notaban cuando alguien sabía demasiado sobre historia, cuando alguien hablaba de eventos pasados en tiempo presente, cuando alguien no cambiaba en las fotografías separadas por décadas.

—Disculpe mi intromisión —dijo ella finalmente—. Soy curadora de arte. El parecido es tan exacto que por un momento pensé... bueno, no importa qué pensé.

Edmón asintió con cortesía glacial, el tipo de asentimiento que cerraba conversaciones sin ser grosero.

—Disfrute de la exhibición —dijo, y se alejó con pasos medidos, sintiendo la mirada de la mujer clavada entre sus omóplatos como una daga sin filo.

Había sido descuidado. Estúpido. En cuatrocientos años había aprendido a evitar galerías que exhibían arte de su pasado, pero esta vez había hecho una excepción. El evento era organizado por la Fundación Valancourt para las Artes —su propia fundación, bajo capas de fideicomisos y bufetes legales que ocultaban su control— y su ausencia habría sido notable.

Pero ese maldito retrato. No recordaba haberlo visto antes en los archivos de la fundación. Alguien debió donarlo recientemente. Tendría que hacer que lo removieran de la exhibición. Silenciosamente. Como había aprendido a remover todas las evidencias de su existencia imposible.

Edmón atravesó la galería, navegando entre grupos de coleccionistas, artistas hambrientos de reconocimiento y críticos hambrientos de sangre. Nadie más lo detuvo. Su rostro de cuarenta años —siempre cuarenta años, congelado en el tiempo como un insecto en ámbar— era distinguido pero no memorable. Guapo en la forma en que los hombres maduros pueden serlo: líneas de experiencia sin la debilidad de la vejez, cabello oscuro sin rastro de canas, cuerpo delgado pero fuerte bajo el corte perfecto de su traje Brioni.

Era invisible en su visibilidad. Otro millonario más en una ciudad llena de ellos.

Exactamente como necesitaba ser.




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