No recuerdo cuánto tiempo estuve sentada en el suelo, con la espalda contra la puerta cerrada. El eco de sus voces aún resonaba en mi cabeza: las risas, las mentiras, la mirada de desprecio de Juliana, la desesperación fingida de Kevin.
Cada palabra era como una cuchilla que se clavaba más hondo.
El silencio que siguió fue peor. Era un silencio pesado, lleno de recuerdos rotos, de lo que alguna vez creí que era amor.
Había llorado tanto que mis lágrimas parecían haberse secado, pero aun así mi pecho dolía, como si estuviera ardiendo por dentro.
Me levanté tambaleándome, con las manos temblorosas, y caminé hasta mi habitación. El espejo frente a mí devolvía la imagen de alguien que apenas reconocía: ojos hinchados, rostro pálido, cabello desordenado.
—¿Quién eres ahora, Aurora? —susurré.
Por un momento, esperé que mi reflejo respondiera, que aquella chica dulce de antes me dijera qué hacer… pero no, ella ya no estaba.
Recordé los días en los que defendía a Erick cuando éramos niños, cuando creía que el mundo era justo si uno era bueno. Recordé la primera vez que vi a Kevin en aquella cafetería, su sonrisa, su mirada que me hizo pensar que por fin alguien veía a la verdadera yo, no a la chica rica.
Qué tonta fui.
Me dejé caer sobre el tocador. Ahí, una foto nuestra sonreía desde un marco dorado. Kevin me abrazaba, y yo parecía feliz. La tomé y la observé en silencio.
—Todo era mentira —murmuré—. Todo lo que dijiste, todo lo que fingiste sentir.
El marco cayó de mis manos, estrellándose contra el suelo. El sonido del vidrio rompiéndose me estremeció, pero también me liberó.
Era como si ese mismo ruido partiera algo dentro de mí… algo que debía romperse para poder reconstruirse.
Me miré otra vez al espejo.
Ya no era una víctima.
Ya no era una niña.
Sentí el corazón latir con una fuerza nueva, salvaje, casi peligrosa.
El dolor empezó a mezclarse con otra sensación: una calma fría, cortante, que me susurraba que nada volvería a ser igual.
—Si así quieren jugar conmigo… —dije entre dientes—. Entonces yo también aprenderé a jugar.
Miré mis manos. Aún temblaban, pero ya no por miedo, sino por un poder desconocido que crecía dentro de mí.
Por primera vez entendí lo que era el rencor.
Era fuego y hielo al mismo tiempo.
Apagué las luces y me tumbé en la cama. Todo estaba oscuro. En la penumbra, pude oír el tic tac del reloj, cada segundo arrastrando el eco de una promesa silenciosa: no más lágrimas, no más debilidad.
Las sombras de la habitación parecían susurrar mi nombre, y una parte de mí las escuchó. Tal vez era el comienzo de algo nuevo. Algo que el mundo no estaba preparado para ver.
La Aurora amable, la que creía en la bondad, había muerto esa noche.
Y en su lugar, una nueva Aurora abría los ojos…
Una que había aprendido que incluso las flores más bellas pueden florecer entre espinas.
Editado: 28.10.2025