Me diriji a mi casa a descanzar mientras mi mente planeaba el siguiente paso para la caida de Erick.
La rabia en mi pecho ya no era un tambor desbocado; era un reloj de cuarzo: preciso, implacable y silencioso. Por dentro, la desesperación aún me mordía la garganta, pero aprendí a domesticarla. Por fuera, me vestía de calma. La venganza exige pulcritud, y yo había decidido ser quirúrgica. Apesar de que ya desenmascare a Kevin aún sentia que me faltaba algo mas.
Esa mañana me puse el abrigo de siempre: la indiferencia que convence. Salí de la mansión como si fuese una cliente más del mundo, saludé con cortesía, me diriji a un café y pagué sin mirar la cuenta,me perdí en la ciudad con mis pensamientos que me decian que necesito más. Mis manos temblaban cuando acariciaban la libreta donde anotaba nombres y fechas; pero mis pasos eran firmes. Todo lo demás —mi temblor, mi furia— quedaba atrás de la sonrisa que elegía mostrar.
No era yo la que actuaba; lo eran mis sombras. Contraté pequeñas manos, profesionales limpios: un gestor de reputaciones que sabía plantar dudas sin ensuciarse, alguien que hacía que la verdad pareciera casualidad. No quise llamar la atención con escándalos; quería cavar grietas donde ellos pensaban que la piedra era sólida.
Con Erick la estrategia fue íntima y lenta. Su fortaleza no era pública: eran los mensajes de buenos días, las confesiones a media voz, las salidas con los mismos de siempre. Si quería derribarlo, debía tocar esas fibras que él creía inquebrantables. No busqué pruebas ni escándalos; busqué el silencio que mata.
La primera jugada fue sutil: una captura de pantalla enviada, sin remitente, a la persona que más solía defenderlo y quererlo. Era inofensiva en apariencia: un mensaje suyo sacado de contexto, una frase que, leída con ojos predispuestos, sonaba egoísta. Mi gestor la envió desde una cuenta anónima con una nota: “¿Esto es verdad?”. No dije más. Quería ver cómo la duda se expandía por el contacto más leal.
Lucía me llamó al mediodía, con la voz quebrada. “No sé qué pensar, Aurora. Vi algo… y me duele creerlo.” La dejé hablar, la hice sentir segura, le ofrecí consuelo. Esa cercanía aparente me daba acceso; su inquietud se convirtió en grieta esa grieta seria mi primera opotunidad. Lucía empezó a mirar a Erick de otra manera. Lo defendía menos, preguntaba más. Ese fue el primer corte donde Lucía no sabia si era verdad o menrira la captura de panatalla,pero algo si estaba segura de que se alejaría.
Luego vino la segunda jugada: planté una anécdota en la conversación adecuada miestras practicabamos futbol con amigos de la universidad, comenté, casual, sobre la responsabilidad de cumplir promesas. “A veces”, dije, “la gente firma compromisos que luego rompe.” No nombré a nadie, solo dejé caer la idea. Mateo recogió la pelota y la pasó a otro, hasta que la frase se transformó en rumor. Erick, que escuchó la charla en la distancia, salió de ella con la mirada tensa, sin saber por qué todos lo miraban diferente.
Yo me presentaba como la amiga compasiva. Le llamaba con voz cálida, lo invitaba a un café, reía de sus chistes viejos. Lo abrazaba en la despedida y lo dejaba con la sensación de que quizá aún tenía a alguien que lo queria y que no le miraba diferente. Ese doble juego, de protección y de cuchillo oculto, era lo más cruel: él no imaginaba que la mano que lo consolaba era la misma que tejía su soledad y esas miradas.
Hubo noches en que la impaciencia me devoró. En la penumbra del estudio, la libreta se cerraba con fuerza y la pluma volaba por la mesa. Quería incendiar su mundo de una vez. Pero entendí que la prisa arruina la obra maestra que queria mostrar; el silencio, en cambio, carcome. Así que respiré y volví a sembrar hilos finos: un mensaje perdido en el chat del grupo, un “no puedo” que dejé ver a propósito, una invitación que nunca llegó.
Los efectos fueron lentos, pero letales. Erick dejó de ser candidato a ciertos planes; su nombre ya no aparecía en las conversaciones sobre proyectos; la confianza que lo sostenía se resquebrajaba en gestos mínimos: miradas que se apartaban, risas que frenaban, miradas que buscaban culpables y no encontraban respuesta. Lo vi una tarde, solo en un banco del parque, la mochila a un lado, la mirada perdida. Se le notaba desorientado, como si el suelo le cediera. Mi pecho se apretó, pero la sensación fue fría, contenida. No celebré su caída; la administré con la precisión de quien corta una rama seca para salvar el árbol.
Una jugada concreta marcó la diferencia. Sabía que Erick aspiraba a coordinar un proyecto de voluntariado en la escuela; su nombre era casi seguro en la lista. Con mis sombras gestioné una reunión “confusa” donde una miembro del equipo expresó, en privado, dudas sobre la puntualidad de Erick y su compromiso con las tareas. La duda llegó a la directora en el momento adecuado: una llamada breve, una nota en el correo. Al final, la responsabilidad se le asignó a otro. No fue un escándalo, solo una herida administrativa. Pero para alguien que vivía de la imagen, la herida fue profunda.
La sensación de controlar desde el anonimato tenía un sabor extraño: era empoderamiento y miseria al mismo tiempo. Yo también había sido herida. Cada pequeña victoria me acercaba a una calma que jamás antes había experimentado: no la calma del perdón, sino la calma del que sabe que las piezas caen en su lugar. Aun así, en las noches, cuando la máscara se desprendía, la desesperación pegaba con fuerza: lloraba en silencio, no por lo que conseguí, sino por lo que perdí pero luego mi cara formaba una sonsira de satisfacción . Y entonces volvía a la cama con la certeza de que el precio valía la pena.
La estrategia funcionó porque nadie miró hacia mí. Sonreía en los momentos sociales, me mostraba comprensiva, y nadie sospechó que detrás de cada palabra amable había un plan. Esa coherencia entre gesto y veneno fue mi mejor arma. Observaba a Erick desde lejos y veía su paso ralentizarse; evitaba los lugares donde antes brillaba; respondía a los mensajes con monosílabos. Era la erosión hecha persona.
Editado: 28.10.2025