El silencio después de la venganza era distinto al que imaginé.
No era paz.
Era placer.
Durante días, mi teléfono no dejaba de vibrar con rumores: Kevin había desaparecido de las redes, su reputación hecha polvo. Erick, por su parte, evitaba salir de casa; la universidad había retirado su beca y sus amigos lo trataban como si llevara una enfermedad contagiosa.
Todo encajaba a la perfección.
Mi obra maestra.
Me había prometido que, una vez que ellos cayeran, descansaría. Que me bastaría verlos arrastrarse entre los restos de su propia mentira. Pero mentí.
Mentí incluso a mí misma.
Porque aquella sensación —ese fuego lento que subía por mis venas cuando alguien recibía lo que merecía— se volvió mi nueva forma de respirar.
Ya no lloraba.
Ya no temblaba.
Ahora decidía.
Y cuando decides quién merece brillar y quién debe arder, es muy difícil dejar de hacerlo.
Pasaba las noches en mi estudio, frente a mi laptop, con un vaso de vino y una lista nueva cada semana: nombres, rostros, favores, secretos. No todos eran enemigos. Algunos solo… me irritaban. Otros, simplemente, me parecían falsos.
“Justicia”, me repetía. “Estoy haciendo justicia”.
Pero la voz dentro de mí se reía.
No era justicia. Era poder.
Y lo peor de todo… me gustaba.
Comencé a usar mi dinero como un arma silenciosa. No para destruir, sino para moldear.
Una beca aquí, una donación allá… siempre dirigida a quien podía servirme, o a quien le debía algo.
Descubrí que no necesitaba gritar para ser temida. Bastaba con sonreír.
Mis sirvientes lo notaron primero.
Ya no era la dulce señorita Aurora. Era la que miraba en silencio y lo sabía todo.
Y cuando uno de ellos intentó robarme una joya, no lo denuncié. Solo lo observé mientras el miedo lo consumía. Días después, se marchó sin decir palabra. No tuve que ensuciarme las manos.
Ese era el nuevo tipo de control que amaba.
Me miré al espejo una noche, con la luz del tocador bañando mi rostro.
Ya no veía a la chica que fue traicionada.
Veía a la mujer que aprendió a gobernar el dolor.
A manipularlo.
A transformarlo en su corona.
Y lo supe: no había marcha atrás.
No después de saborear lo que era tener poder real.
Tomé la vieja libreta donde alguna vez escribí “Kevin — cumplido” y “Erick — cumplido”.
Debajo, tracé una nueva palabra: “Próximo.”
No sabía aún quién sería. Pero sabía que habría alguien. Siempre hay alguien que se cree intocable.
Y yo tenía una manera de recordarlo.
Después de cada golpe perfecto, después de cada caída elegante, dejaria algo detrás: una flor roja, puesta con calma sobre la mesa, la escalera, el coche o la entrada del salón. Eso no sifnificaba una amenaza abierta, ni un grito. Era una firma silenciosa, casi una promesa. Las flores gotearian una tinta roja que, a la luz, parecía sangre. La gente hablaria de las rosas que dejaria , asi creando supersticiones.Y algunos huirian. Otros, simplemente, se preguntaban quién era la mujer con el gusto por lo bello y lo letal
Editado: 28.10.2025