La única verdad es la realidad.
(384 AC-322 AC) Aristóteles.
El orfanato era frío, gris y triste. Con olor a humedad y crueldad.
Techos altos y estancias amplias resguardaban del frío a un centenar de niñas. Que, paradójicamente, morían congeladas en las camas tétricas de aquel edificio regentado por monjas.
—Margaret, ¿qué es la familia? —preguntó una niña de diez años a su compañera de litera.
—La familia es un sentimiento —contestó.
—¿Un sentimiento?
—Sí, es un sentimiento de pertenencia...
—¿Sólo eso?
—También es una sensación de bienestar y un apoyo incondicional.
—¿Crees que las monjas son nuestra familia?
—Creo que tú eres mi familia.
Esa niña que respondía con tanta madurez pese a su corta edad, era Margaret Trudis. Según le habían contado las monjas, la encontraron una noche en la puerta del orfanato. Alguien la había dejado envuelta en una mantilla y con una placa en la que rezaba su nombre. A lo largo de su vida nadie le había dado amor ni afecto salvo Elizabeth. Una huérfana que, al igual que ella, había sido abandonada a la merced de esas mujeres que vestían el hábito.
Aquellas chiquillas tan dispares, una rubia y la otra pelinegra, no podían vivir la una sin la otra, puesto que estaban muy solas en el mundo. Compartían penas, inquietudes y orfandad. En ocasiones, como niñas que eran, se olvidaban de sus desgracias y se perdían en juegos imaginarios.
«No te preocupes, Elizabeth —decía Margaret en mitad de la noche, observando las estrellas—, yo sé que nosotras no formamos parte de este mundo. Nos hemos perdido en mitad de los astros y nuestros padres nos están buscando». La pequeña Elizabeth asentía, creyendo firmemente las afirmaciones de su mejor amiga.
«¿De qué mundo somos? —preguntaba la rubia de ojos verdes como las esmeraldas».
«De uno en el que tenemos muchos hermanos y hermanas... De uno en el que somos personas importantes y nos escuchan».
Lo cierto era que las monjas no las escuchaban demasiado. La mayoría eran ancianas que se limitaban a cumplir con sus obligaciones de forma severa, estricta e incluso inhumana. Pero había un día, sólo un día al mes, en el que ese edificio húmedo y oscuro abría las puertas.
Era el día en que los matrimonios incapaces de tener hijos iban en busca de alguna criatura a la que dar amor y estabilidad. Las pequeñas lucían bonitos lazos en el pelo y sus uniformes menos trillados. Con el objetivo de ganarse el corazón de alguna pareja dispuesta a ofrecerles algo mejor que un poco de avena machacada y golpes de vara sobre la espalda.
Margaret y Elizabeth, en cambio, hacían lo imposible para no ser las elegidas. Habían hecho un pacto en el que juraban no dejarse solas. Cuando un matrimonio se acercaba a ellas, se rascaban la cabeza con ímpetu como si tuvieran piojos o empezaban a lloriquear en un ataque de histeria aunque eso conllevara una buena reprimenda por parte de las cuidadoras que no dudaban en usar la fuerza física para castigarlas.
***
El tiempo pasó volando para las huérfanas. Tan rápido que, cuando quisieron darse cuenta, ya estaban en la adolescencia. Para ese entonces, tuvieron que separarse forzosamente. Las monjas no cuidaban a niñas mayores de doce años y ellas ya cumplían los trece, así que las mandaron a centros de menores distintos. Elizabeth se convenció a sí misma de que debía ser de ese modo por razones administrativas mientras que Margaret culpó a las monjas por aquel último acto de tiranía.
—Te echaré mucho de menos —dijo Elizabeth.
—Y yo a ti —confesó Margaret, abrazando a la joven de pelo dorado que estaba a punto de subir a un Alfa Romeo del '89 para ser trasladada.
—Nos cartearemos.
—Sí, lo haremos.
Era una promesa vacía. Ni si quiera ellas mismas conocían la dirección de su próximo destino.
Con la cara empapada y un nudo en la garganta, Margaret se despidió de la única persona a la que había considerado familia hasta ese instante. Cuando ya no pudo ver al coche que se llevaba a Elizabeth, dio media vuelta para regresar al hospicio.
—Margaret, tu coche llegará en unos minutos. No es necesario que vuelvas a entrar —le dijo la hermana Lucía con una mueca de satisfacción mientras cerraba la puerta en sus narices.
—De todas formas, no iba a hacerlo —replicó la joven, que nunca había sido del agrado de las monjas.
—Margarita.
Oyó a sus espaldas. Sólo había una persona que la llamaba con ese nombre, la Reverenda Madre.