Muéstrate escrupuloso en la verdad, aunque la verdad sea incómoda, pues más incómoda es cuando tratas de ocultarla.
Bretrand Russell(1872-1970).
—Te devolveré el dinero —repitió Margaret en mitad del concurrido aeropuerto de John Kennedy, Nueva York.
—Por favor, Margaret, deja de repetir lo mismo. Ya te he dicho que no es necesario que me devuelvas nada —le quitó importancia su mejor amiga—. Sólo te pido que me llames a diario. Si no fuera por mi embarazo, iría contigo —expresó, preocupada.
—Lo sé, pero no tienes nada de qué preocuparte. Estaré bien. En cuanto venda la mansión, volveré.
—¿Estás segura de que quieres venderla? La propiedad está ligada a una renta anual bastante sustanciosa como para mantenerla.
—Pero no sabría qué hacer en Inglaterra. Yo soy americana... Prefiero venderla e invertir el dinero aquí, donde me pueda servir.
—Está bien, como desees...
«Señores pasajeros, les informamos que el control del vuelo con salida a Londres-Gatwick está a punto de cerrar sus puertas —oyeron decir por megafonía, acelerando su despedida».
Entre abrazos y alguna lágrima traicionera, Margaret embarcó en el avión junto a una pequeña maleta en la que llevaba lo indispensable: un jersey verde, unos jeans y el retrato de la vieja señora Madison. Había dejado el resto de sus pertenencias en un trastero económico.
El vuelo duró unas siete horas sin escala, pero a la viajera le resultó mucho más largo por el cambio de horario. Mientras que en Estados Unidos eran las seis de la tarde, en Inglaterra eran las once. Sin estar acostumbrada al jet lag, se hospedó en un hotel rudimentario para pasar la noche. No se veía con fuerzas de pedir un taxi, estaba agotada.
—Bonito colgante —alabó la recepcionista del hotel, señalando al relicario de oro astral. (Lo llamaba así por los grabados lunares y estelares que lucía la joya).
Había decidido desenterrar el relicario del baúl de los recuerdos y ponérselo. Tenía la extraña sensación de estar cerca de sus orígenes, de su familia. Y en esos momentos, más que nunca, a través de la herencia. En el testamento figuraba el nombre de un hombre, un tal Alexander Trudis. Por el apellido, deducía que se trataba de algún familiar. Pero no lo conocía. Y era imposible que se tratara de su padre, ¿no? Se decantaba por la opción de un familiar lejano. Sería demasiado horrible descubrir que su padre la había abandonado en otro país a sabiendas de su existencia. Además, recursos económicos no le faltaron a Alexander Trudis como para no poder mantenerla. Sí, era mejor pensar que era algún primo segundo o cuarto.
La situación resultaba extraña porque en el testamento no se daban más detalles. Ni del año en el que murió ese señor ni de la fecha en que se firmó el documento. Hubiera pensado que se trataba de una broma, si no fuera por la insistencia de míster Nathaniel Foster, el abogado. Su gesto era tan serio y sus palabras tan contundentes, que era imposible contrariarlo.
Al día siguiente cogió un taxi que le saldría bastante caro porque tenía dos horas de camino, pero no quería arriesgarse a coger un tren o un autobús sin saber si la parada le quedaría cerca de la propiedad.
Desde el asiento trasero del vehículo observó la localidad con expectación y admiración. No había leído el libro de Orgullo y Prejuicio, pero sí que había visto su película. Bath era una ciudad dotada de una belleza romántica y única.
Situada en el condado de Somerset, ofrecía una vistas espectaculares de colinas en cadena. Los edificios, construidos con piedra de Bath, una piedra caliza que se extraía del mismo lugar, estaban dispuestos de forma ordenada y precisa dibujando semicírculos perfectos. El otoño le daba un encanto añadido con melancólicos árboles naranjas, amarillos y verdes. Las hojas teñían el suelo como gotas de pintura en un lienzo mientras los transeúntes andaban sobre ellas con aires de Elizabeth Bennet y Míster Darcy.
El coche enfiló por un camino y se alejó de la población. Pasaron por delante de algunas mansiones y a cada una de ellas, a Margaret le daba un salto el corazón. Cuando veía que el taxista pasaba de largo, recuperaba el aliento. ¿Por qué estaba tan emocionada?
—Ya hemos llegado —pronunció el señor de gorra con visera negra y sonrisa forzada, extendiendo el recibo.