Las personas suelen tener preguntas sin respuestas claras. Cuestiones que se sienten en el pecho, que pesan con el paso del tiempo, pero que nadie se atreve a decir en voz alta. El amor es una de ellas. Lo buscamos, lo tememos, a veces lo ignoramos cuando está justo frente a nosotros. ¿Por qué callamos cuando deberíamos gritar lo que sentimos? ¿Por miedo al rechazo? ¿Al dolor? ¿A perder una amistad? A veces el silencio no es prudencia, es cobardía disfrazada de serenidad.
Yo, Jaydriel Montero, aprendí esto de la manera más brutal: amando en silencio, creyendo que callar era la forma de no salir lastimada. Pero estaba equivocada. Porque lo que se calla, también duele. Y a veces, duele más.
Mi historia comenzó un lunes cualquiera, con prisas, café mal servido y el apuro de llegar al trabajo. Mis hermanos me habían tenido despierta hasta tarde la noche anterior, riéndonos como si el tiempo no pasara. Caminaba por la acera, enfocada en mis pensamientos, cuando un auto de lujo giró la esquina y el mundo se volvió blanco.
Un estruendo. Silencio. Dolor.
Desperté brevemente en brazos de un hombre que gritaba desconsolado: "¡Mi hija! ¡Maté a mi hija!". No entendí. No era mi padre. Pero en su mirada rota había algo que me hizo querer abrazarlo, aunque fuera él quien me había atropellado.
Luego, oscuridad.
El hospital olía a desinfectante y angustia. Mi familia llegó entre lágrimas y gritos. Mi tía Lina casi golpea al hombre que me atropelló, hasta que entendieron que todo había sido una confusión. El hombre, Jairo Marín, estaba convencido de que yo era su hija fallecida. Era una herida abierta, una culpa encarnada que volvió a sangrar al verme a mí. Decidió hacerse cargo de todo. Tal vez porque necesitaba redimirse. Tal vez porque, en el fondo, sentía que esta vez podría salvar a alguien.
Mientras tanto, yo... seguía dormida. Suspendida en un espacio entre la conciencia y el olvido. Ahí donde los pensamientos no se disuelven, sino que se repiten como ecos lejanos.
Los días pasaban. Grace, mi mejor amiga, era mi voz. Me contaba su vida, sus enredos, sus historias. Kevin, mi casi todo, se sentaba en silencio junto a mi cama. Sus dedos acariciaban los míos con una suavidad que parecía oración. Nunca habíamos hablado de lo que sentíamos, pero en esos gestos, en sus silencios, lo sabía. Me amaba. Y yo también lo amaba.
Una noche, mientras la lluvia golpeaba los ventanales, Kevin leyó una carta que nunca se había atrevido a entregarme. Era su declaración de amor, torpe y dulce, como solo un amor contenido durante años puede ser. Yo, desde el sueño, escuché cada palabra. Y lloré. No sé si realmente lo hice, pero sentí las lágrimas, sentí su beso en mis labios dormidos. Sentí todo.
Ese beso fue fuego.
Fue el beso que habría querido tener cuando tenía el mundo frente a mí y el valor se me escurría por las manos. Fue tierno, profundo, mudo. Y aunque mi cuerpo no respondió, mi alma bailó en llamas.
Afuera, la vida seguía. Kevin empezó a enamorarse de otra chica. Grace conocía a alguien. Mis amigos dejaban de visitar. Y yo... seguía aquí, atrapada entre el sueño y el deseo de despertar. Mi corazón seguía latiendo, pero la vida había decidido seguir sin mí. Yo era una espectadora de mi propia ausencia.
El amor que nunca fue, el beso que llegó tarde, el silencio que lo arruinó todo. Así empezó esta historia. Pero no termina aquí. No para mí. No para Kevin. Porque a veces, el corazón decide gritar... incluso cuando el cuerpo calla.