Ese día fue distinto.
No por el clima, ni por los resultados médicos, ni por el cambio de turno de las enfermeras. Fue distinto porque lo sentí. Algo en mí comenzó a vibrar de forma diferente. Como si el mundo estuviera cada vez más cerca de alcanzarme y yo, poco a poco, pudiera extender una mano invisible para tocarlo.
Las voces llegaron antes que la luz. La primera fue la de Grace, hablando bajito como si no quisiera despertar a nadie, pero con esa cadencia que yo conocía de memoria. Se notaba que no había dormido mucho.
—Hoy soñé contigo —dijo—. Estábamos en un supermercado, robando cerezas. Sí, cerezas. ¿Quién roba cerezas, Jay? Pero tú lo hacías tan seria, tan tú, que hasta el guardia terminó ayudándonos. No tiene sentido, lo sé. Pero me desperté sonriendo.
Escuché su risa. Esa risa que, cuando estábamos juntas, era contagiosa. Era como si el universo se relajara un poco cuando Grace reía.
—Hoy le grité a mi jefe, por cierto. Bueno, no grité... levanté la voz. ¡Un poco! Me hizo rehacer un informe solo porque lo quería "más visual". Le puse emojis. Todos. Hasta uno de unicornio.
Pausa. Luego sentí cómo su mano buscaba la mía.
—Kevin vendrá más tarde. Está... complicado. Anda distraído. Yo lo entiendo, Jay. A veces también me dan ganas de salir corriendo. Pero luego vuelvo. Porque tú me haces volver.
Horas después, Kevin llegó. Ya no traía flores ni libros. Solo su cansancio. Y una mirada nueva. Había cambiado. Había un peso en sus hombros que antes no estaba.
—Fui a ver a tu mamá. No quería, pero Lina me convenció. Me preguntó si te estoy esperando. Me quedé callado... y ella lo entendió todo. Me abrazó. Dijo que siempre supo que estábamos enamorados, pero que nos hacíamos los ciegos. ¿Sabes qué? Tenía razón. Siempre la tuvo.
Sus dedos rozaron los míos y sentí un cosquilleo. Mínimo, pero real. Una chispa eléctrica que no imaginé que aún pudiera generar. Tal vez no era un simple reflejo nervioso. Tal vez era mi cuerpo queriendo volver.
—No quiero seguir cargando esto solo, Jay. Si vas a quedarte dormida, quédate. Pero si estás peleando, dame una señal. Cualquiera. Lo que sea. Solo... no me dejes sin respuesta.
La tarde trajo visitas nuevas. Dos amigas de la universidad. Me llamaban la mística, la dramática, la que leía novelas en los descansos. Trajeron flores secas, mis favoritas. Hablaron entre ellas, y luego a mí.
—¿Sabías que le dieron el ascenso a esa odiosa de Fabiola? La que decía que leer era para fracasadas. ¡Ahora dirige una revista de lifestyle! El mundo está roto, Jay. Vuelve a arreglarlo con tus dramas, por favor.
—Te extrañamos más que a la pizza de los viernes. Y eso es decir mucho.
Reí por dentro. O lo intenté. Cada palabra, cada visita, era un empujón suave desde lo profundo.
Y entonces pasó algo.
Durante la noche, escuché una voz que no esperaba. Era la de mi hermano menor, Matías. No solía hablar. Era reservado, incluso conmigo. Pero ese día, entró en la habitación, se sentó y me habló como si estuviéramos en casa.
—¿Sabes qué me molesta? Que todos lloran por ti, pero nadie sabe que a veces me siento en tu cama vacía solo para no sentirme tan solo. Que reviso tus libros, buscando alguna nota escondida, algo que hayas dejado para mí. Y no hay nada. Me dejaste sin tus pistas, Jay. Sin tus frases raras. Sin tu voz.
Su voz se quebró.
—Me hiciste prometer que nunca me rendiría. Que siempre pelearía por lo que amo. Pues bien, peleo por ti. Aunque me dé miedo. Aunque no lo diga en voz alta. Te amo, hermana. Regresa. No por ellos. Por mí.
Fue en ese momento cuando algo dentro de mí se quebró.
Como si las paredes de mi mundo comenzaran a agrietarse. Como si mi cuerpo, al fin, recordara el camino de regreso.
Y no era solo una sensación. No era solo emoción. Fue real.
Un parpadeo. Solo uno. Apenas perceptible.
Pero fue mío.