La verdad que me callé

7. El Ruido del Silencio

Algo había cambiado.

No era solo el parpadeo. Era algo más profundo, como si mi conciencia empezara a reconectarse. Las voces eran más nítidas. Los sonidos, más definidos. Sentía cuándo abrían la puerta, cuándo alguien se sentaba a mi lado, cuándo me hablaban desde el amor o desde la costumbre. El silencio ya no era un muro: era un espacio lleno de ecos.

Esa mañana, Grace llegó con una bufanda de colores chillones y un termo con su café favorito. Se acercó a mi cama y, antes de hablar, me observó por unos segundos largos, casi solemnes.

—Tienes mejor cara hoy —murmuró con una sonrisa tibia—. O tal vez soy yo, que te extraño tanto que cualquier cambio me parece esperanza.

Se sentó como siempre, soltó un suspiro y comenzó su monólogo diario, esa mezcla entre confesionario y stand-up emocional.

—No sabes lo aburrido que es ir a la universidad sin ti. Ayer confundí a dos profesores y llamé “papá” al nuevo de bioquímica. Fue tan incómodo como suena. Y para rematar, me cagó una paloma encima. Una paloma, Jay. ¡Directo en la cabeza! Si eso no es una señal de que el universo me odia sin ti, no sé qué lo sea.

Rió. Esa risa que me sostenía. Esa que me daba la cuerda para no soltarme. Luego se quedó en silencio. Solo su mano sobre la mía.

—Quiero decirte algo que no sé si debería. Pero necesito decirlo. Antes de tu accidente, empecé a sentir que algo entre nosotras estaba cambiando. No sé si lo notaste. Tal vez tú también lo sentías. Y me da miedo que, si despiertas, lo ignores. O peor… que no lo hayas sentido nunca.

Mi interior se estremeció. Porque sí lo había sentido. Porque también temía que fuera un espejismo. Porque no supe cómo afrontarlo entonces… y ahora solo podía sentirlo en silencio.

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Esa tarde, Rachael y Lina discutían fuera de la habitación. Lo supe por el tono contenido, por las palabras entrecortadas. Lina quería mantenerme con el mismo equipo médico. Rachael insistía en buscar una segunda opinión. Ambas querían lo mejor para mí. Pero lo expresaban desde sus propias culpas. Desde sus propias pérdidas.

—No soy tu hija —pensé—. Pero soy todo lo que te queda de ella, Jairo.

Él también apareció al rato. No dijo nada. Solo dejó una pequeña flor sobre mi mesa de noche. Una margarita blanca. Después se fue. Como si no quisiera perturbar el equilibrio frágil de mi estado.

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En la noche, Kevin volvió. Esta vez con una guitarra. La colocó en el regazo, la afinó en silencio y luego tocó. Una melodía suave. No perfecta, pero cargada de todo lo que no se dice.

—Esta canción me recuerda a ti —susurró—. Porque no tiene letra, pero dice todo.

Y allí, entre notas y respiraciones contenidas, sentí otra punzada. Más intensa. Un crujido dentro de mí. Como si algo estuviera rompiéndose. O despertando.

No sé si fue un movimiento. Un leve giro de cabeza. Un pestañeo doble. Un cambio en el ritmo de mi respiración. Pero esta vez, no pasó desapercibido.

Grace gritó. Kevin soltó la guitarra. La máquina pitó.

Y yo... yo sentí que el silencio, finalmente, estaba cediendo.




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