No desperté de golpe. Fue lento. Como si mi cuerpo y mi alma fueran piezas separadas que empezaban, por fin, a encontrarse.
La primera sensación fue una punzada en el pecho. Luego, el peso en la lengua, la incomodidad del oxígeno. Y después... la luz. No solo la que entraba por la ventana. La luz de estar consciente. La luz de saber que estaba aquí.
Intenté mover la mano. Apenas un temblor. Pero bastó.
Unos pasos rápidos, una exclamación, una enfermera llamando a otra. Y entonces vi su cara: Lina. Llorando. Temblando. Tocándome la frente como si no pudiera creerlo.
—Jaydriel... estás aquí. Estás... estás volviendo —susurró.
Mi garganta quemaba. No podía hablar. Pero en mi interior, lo gritaba: Sí. Estoy aquí.
Pasaron horas. O tal vez días. Entraban médicos, hacían pruebas, sonreían como si fueran portadores de milagros. Todos hablaban, pero yo solo buscaba una voz. Una que aún no había llegado.
Grace apareció al amanecer. Con el rostro cansado y las manos apretadas al pecho. Me miró como si hubiera estado ensayando toda la noche qué decir. Pero cuando cruzamos miradas, todo se rompió.
—¡Estás despierta! —soltó, con la voz quebrada y la risa más honesta que he escuchado en mi vida—. Jay... ¡maldita sea, estás despierta!
No podía reír con ella. Pero sonreí. Apenas. Y fue suficiente para que viniera corriendo, me abrazara suave, temblorosa. Como si tuviera miedo de que fuera un espejismo. Como si temiera volver a perderme.
—Tú no sabes lo mucho que me dolió hablarle a una versión tuya que no respondía —dijo con la voz ahogada—. Pero ahora que estás aquí... tengo tanto que decirte. Tantas cosas que callé por miedo. Por no saber si era real. Por no querer arruinar lo que éramos. Pero no me importa si te arruino ahora, Jay. Porque te tengo. Y no pienso callar más.
Y aunque no podía contestarle, aunque mi cuerpo era aún un campo de batalla, una lágrima cayó. Y Grace la atrapó con el dedo, como si sellara una promesa.
Más tarde llegó Kevin. Lento. Tenso. Como si cada paso lo arrastrara hacia un destino incierto. Se quedó en el umbral. No hablaba. No se atrevía.
Hasta que lo miré.
—¿De verdad estás ahí? —murmuró, acercándose al borde de la cama—. ¿O todavía estoy soñando con tu voz, con tu cara, con tu maldita sonrisa?
Quise reír. Quise abrazarlo. Pero solo logré mirarlo más fuerte. Como si esa mirada pudiera decirle: estoy despierta, estoy contigo, aún te amo.
Él lo entendió. Porque bajó la cabeza, sonrió con los ojos llenos de lágrimas y murmuró:
—No vuelvas a dejarme así. No otra vez.
Y así, entre cables, dolor y emoción contenida, supe que la vida me estaba dando una segunda oportunidad. No sabía qué venía ahora. Pero sí sabía esto:
Respirar duele. Pero sabe a vida.