Las primeras noches fueron las más difíciles.
Dormir se sentía peligroso. Como si cerrar los ojos pudiera arrastrarme otra vez a esa nada de la que acababa de escapar. Tenía miedo de no volver a despertar. De que todo fuera un préstamo del destino y no una segunda oportunidad.
Grace se turnaba con Lina para quedarse conmigo. A veces solo le bastaba sostenerme la mano y poner música baja. Otras, hablaba mientras pensaba que yo dormía. Pero yo escuchaba. Siempre escuchaba.
—Me da miedo perderte de otra forma —susurró una noche—. No a la Jay que estaba dormida. A esta. A la nueva. A la que no sé si todavía me quiere igual.
No pude responder. Pero sus palabras me arañaron por dentro. ¿La quería igual? ¿Era posible querer igual cuando ya no éramos las mismas?
Al día siguiente, intenté escribir. Una palabra. Un trazo. Nada salió. Sentí rabia. Frustración. Como si incluso lo que más amaba me estuviera negado. Grace lo notó. Se sentó en silencio, y me trajo un marcador grueso.
—Dibujá, aunque sea garabatos. Aunque solo pongas un punto. Tu historia no tiene que empezar perfecta. Solo tiene que empezar.
Mi cuerpo dolía. No solo por la falta de movilidad, sino porque sentía que habitaba otro cuerpo. Uno torpe, desconectado, lento. Como si mi alma hubiera vuelto, pero no encajara del todo.
La fisioterapeuta me explicó que era normal. Que mi cuerpo recordaría. Que la memoria muscular existe. Pero, ¿cómo se recuerda algo que uno nunca sintió propio?
Cada sesión era un duelo. Aprender a sentarme, a sostener el cuello, a girar. Como una niña con cuerpo de adulta. Una extraña en mi propia piel. Lloraba en silencio. Me enojaba. Fingía estar fuerte. Pero al final, cada avance mínimo me devolvía un poco de dignidad.
Kevin venía todos los días. A veces me leía. A veces hablábamos de películas malas. Me hacía reír. O al menos lo intentaba. Un día, trajo una de mis novelas favoritas y empezó a leer en voz alta con tono dramático. Cada personaje tenía voz diferente. Me reí hasta que me dolió el pecho.
—Estás rara —me dijo una tarde, sin malicia—. Pero también estás más... tú.
Levanté una ceja.
—¿Qué significa eso?
Él sonrió.
—Que ahora hablas más. Que ahora no fingís estar bien. Que ahora... me dejás verte rota. Y eso también es amor.
—¿Y si no vuelvo a ser la misma? —pregunté, bajando la mirada.
—Entonces me vas a gustar en todas tus versiones —respondió sin dudar.
Esa noche, por primera vez, pedí que apagaran todas las luces. Me acosté con los ojos abiertos, respirando hondo. Tratando de no temerle a la oscuridad. Al silencio. Pensé en todo lo que había sido. En lo que estaba dejando atrás. En lo que quería conservar.
Matías se coló en la habitación pasadas las once. Traía una libreta y un bolígrafo. No dijo nada. Se sentó en el suelo junto a mi cama. Dibujó. Me mostró un retrato de mí, sonriendo. Le faltaban detalles, pero era hermosa.
—Así te recuerdo —susurró—. Y así quiero volver a verte.
Le apreté los dedos, con la poca fuerza que tenía. Fue suficiente para que sonriera.
—Lo estás logrando, Jay. No lo dudes.
En la madrugada, soñé con mi cuerpo caminando. No corría. No bailaba. Solo caminaba. Lento, firme. Como si cada paso fuera una declaración de existencia. Al despertar, me sentí menos frágil. Más aquí.
Por fin, empezaba a habitar mi cuerpo. Y aunque todavía no sabía quién era exactamente, por primera vez en mucho tiempo… no me dolía estar ahí.