La verdad que me callé

12. Tres Años Después

Me dijeron que había estado en coma durante tres años.

Tres años. Lo repito mentalmente y aún no lo creo. Tres cumpleaños. Tres navidades. Tres estaciones de lluvia que no sentí en la piel. Tres años donde el mundo giró sin mí.

El médico lo dijo con delicadeza, pero sin suavizar la verdad:

—Han pasado tres años, Jay. Tu cuerpo tiene que adaptarse a un mundo que no ha estado quieto en tu ausencia —dijo, con una mezcla de respeto y precaución.

Yo asentí. Por fuera tranquila. Por dentro… un vendaval.

¿Cómo se reconstruye una vida desde lo que no se vivió?

Me sentía como una turista en mi propia historia. Todos sabían más de mí que yo misma. Mi cuarto había cambiado. Grace tenía nuevas cicatrices. Kevin usaba lentes ahora. Matías ya no era un niño.

Y yo... seguía aprendiendo a caminar.

Pero había una decisión firme dentro de mí: no iba a lamentar los años perdidos. Iba a recuperar cada segundo con el valor de quien conoce el precio de la ausencia.

—Quiero empezar de nuevo —le dije al médico.

—No necesitas empezar de nuevo —me corrigió con una sonrisa—. Solo necesitás seguir. A tu ritmo. Con tu historia.

Miré por la ventana. El sol acariciaba las cortinas. Tres años después, el mundo seguía siendo hermoso. Y por fin... era mío otra vez.

Ese mismo día, recibí la visita de Lina. Su mirada se humedeció apenas cruzó la puerta.

—Estás tan distinta... y a la vez tan tú —dijo, y se sentó al borde de mi cama—. No sabes la fuerza que me diste, incluso dormida.

Le tomé la mano, un gesto que parecía pequeño pero decía mucho.

—Gracias por quedarte —murmuré.

—¿Y qué querías que hiciera? —respondió, entre risas y lágrimas—. Soy tu tía. Pero no solo eso. Siempre fuiste mi niña. Y si me dan la opción de esperar otros tres años... lo haría.

Ese fue uno de los abrazos más sinceros que he recibido. De esos que no solo calman, sino que también reparan.

Después del abrazo, Lina suspiró y se quedó en silencio por un momento. Luego, como quien carga un recuerdo demasiado grande, dijo:

—¿Te conté lo que pasó con el Sr. Marín poco después del accidente? Fue al hospital una tarde, desesperado. Habló con el doctor Díaz... recuerdo cada palabra.

"Doctor Díaz: —Entiendo su preocupación, no obstante su estado es delicado. No es prudente sacarla del hospital, menos llevarla a un viaje, y en cuanto a su pregunta, pues, nosotros hicimos todo lo que en nuestras manos ha estado. Lo cierto es que es probable que en el extranjero se pueda hacer algo, pero como ya le dije, sería contraproducente moverla a un viaje largo.

Sr. Marín: —Bueno, si ella no puede ir... entonces los traeré."

—Después de esa conversación —continuó Lina—, lo vi tomar su celular. Hizo unas llamadas, muchas. Y un par de horas más tarde, nos reunió a todos en la sala de espera.

"Sr. Marín: —Es cierto, señores, que soy el culpable. Y como bien dijeron algunos de ustedes, con decir “lo siento” no soluciono nada. Por eso quiero darles todo mi apoyo. Quiero también que sepan que la cuenta de este hospital y todos los tratamientos que se necesiten para lograr la recuperación satisfactoria de Jay, correrán por mi cuenta.

Sr. Salcedo: —Muchas gracias por su oferta, pero nosotros somos su familia y nos encargaremos de ella.

Sr. Marín: —No es momento de orgullo. Comprendo que será incómodo, pero debemos velar por la salud de Jay, no por nuestra autoestima. Como les decía, estuve haciendo algunas diligencias y conseguí que en cuatro días estén aquí los mejores doctores de EUA y Europa para agotar todos los recursos posibles. ¡Me siento en la obligación, señores! No me nieguen el poder ayudar.

Rene: —Tío, en verdad creo que lo mejor es que aprovechemos toda ayuda que se nos pueda ofrecer del Sr. Marín.

Sr. Salcedo: —No sé… supongo que tienen razón. No quisiera que después quedara en mi conciencia la toma de esta decisión."

—Y todos —dijo Lina, tomándome la mano con fuerza—. Todos asintieron en silencio. Fue un momento duro, pero todos sabíamos que lo correcto era aceptar. No podíamos limitarte por orgullo. Había que luchar por ti, Jay. Y lo hicimos. Con todo lo que teníamos y también con lo que no.

Matías llegó poco después. Ahora tenía la voz más grave y la altura de un adulto. Pero en su interior, seguía siendo el mismo niño dulce que me cuidaba las plantas.

—Me prometí ser el primero en darte un libro cuando despertaras —dijo, y me dejó sobre el regazo una edición desgastada de Cien años de soledad—. Porque tú fuiste la primera en enseñarme a leer entre líneas.

No pude evitar sonreír. Con él, las palabras siempre fueron un puente. Un lazo indestructible.

—¿Y qué aprendiste en estos tres años? —pregunté.

—A vivir como si fueras a despertar mañana —respondió sin pensarlo—. Y a leer como si quisieras que me encontraras entre las páginas.

El Sr. Marín vino al final del día. Entró en silencio, cargando un ramo de girasoles. No supe qué decir. Él tampoco. Se quedó parado junto a la ventana durante largos segundos.

—No sé si merezco estar aquí —confesó—. Pero he rezado todos los días por este momento. Gracias por volver, Jay.

—Nunca me fui del todo —le respondí, y sus ojos se humedecieron.

—Durante estos tres años... aprendí a querer sin esperar nada. A cuidar como si tuviera derecho. Y no lo tenía. Pero aún así, te elegí —dijo, dejando los girasoles sobre la mesa—. Gracias por existir.

Esa noche, en el silencio de la habitación, se presentó el Dr. Harvey. El mismo que un día miró a mi familia con compasión y les dio el diagnóstico más duro de sus vidas.

—Tu evolución es un milagro —dijo, sin rodeos—. Jay, cuando te ingresamos no pensamos que llegarías hasta aquí. El daño era severo, el pronóstico incierto.

—¿Y ahora? —pregunté, sin miedo.

—Ahora estás viva. Y con eso, todo es posible.




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