El descanso que Yeik había tomado para antes de ir hacia la academia habían resultado totalmente inútiles. Llegó cabizbajo, almorzó en silencio mientras su madre le hacía incesantes preguntas y luego se echó en su cama, esperando aunque sea poder dormir un poco.
No obstante, eso no había ocurrido. Era imposible hacerlo con todo lo que quedaba pendiente en su cabeza: ¿Cómo iba a hacer las paces con Yésika? ¿Y con Gache? ¿Habrá sido verdad todo lo que Rai dijo sobre él? ¿O simplemente era un engaño? De todas formas, aunque llegase a cualquier conclusión, ya era demasiado tarde para hacer un análisis; las acciones ya habían sido concretadas, y a pesar de que fue quizá un intento desesperado de alejarse de los problemas, la realidad era que Yeik ahora sentía una mochila mucho más pesada, en la cual cargaba la rota amistad de Gache junto con la preocupación de no poder recuperarla nunca.
Ese fue el constante pensamiento del combatiente de pelo azul durante las dos horas que intentó dormir, en las que no pudo pegar los ojos ni por cinco minutos. No obstante, cuando salió de casa y mientras se dirigía hacia la academia para cumplir con su tarea de enseñar a los principiantes, otro pensamiento brotó dentro de su mente.
Pensó que si había decidido alejarse de Gache para evitar las confusiones de su cabeza, también tendría que hacerlo con...
—¡Yeik! ¡Que bueno encontrarme otra vez contigo! —dijo entusiasmada la pequeña muchacha.
—Oh... Arlet... —contestó el chico, casi sin mirarla—. Sí... qué cosas.
No pudo soltar más que una lastimera risa, que más había parecido un lamento. Arlet, en tanto, no se dio por vencida y volvió a hablar con alegría:
—¿Qué haremos hoy, Yeik? ¿Practicaremos defensa? ¿O podremos comenzar con las técnicas de ataque? ¡No! Ya lo sé... ¡Practicaremos con armas! Eso si sería genial.
—Emmm... No lo sé muy bien. Depende de...
Yeik finalmente miró la cara de su pequeña amiga y saltó del susto al notar unas enormes y moradas ojeras, que trataban de ser disimuladas en vano mediante una deslumbrante y vívida sonrisa.
—Arlet... ¿Segura que estás en condiciones de practicar magnen? —dijo Yeik, preocupado—. ¿No estás...?
—¿Cansada? ¡Claro que no! De hecho, tengo absolutamente todas las energías para entrenar, ya que tus clases son lo más, Yeik ¿Por qué lo preguntas?
—Emmm... bueno... tus ojeras...
—¿Ojeras? —contestó mientras se refregaba los ojos rápidamente—. ¡Ah! ¡Las ojeras! No pasa nada con ellas. Estoy teniendo noches duras de estudio, pero es todo. Solo me da un poco de sueño a la hora de las clases.
—¿"Un poco de sueño"? Arlet, casi te la pasas durmiendo en clases y tus ojeras están cada vez peores—cuestionó el chico—. ¿Qué estudias tanto por la noche? Aún no es época de exámenes.
—Oh, no es para el instituto. Solo estudio ese raro libro negro del que suelo hablarte de vez en cuando ¡Mira! Aquí lo tengo.
Arlet, quien llevaba una mochila en su espalda, inmediatamente la acomodó al frente suyo y la abrió para sacar un libro negro, el cual no tenía ninguna letra, solo el dibujo de una estrella en el medio. Y si bien al de pelos azules quizo reaccionar con entusiasmo, no tuvo la voluntad suficiente para hacerlo, ya que ese culposo pensamiento seguía dando vueltas dentro de su mente. La pequeña, en tanto, sintió que la expresión de Yeik mostraba un total desinterés, acompañado con la seguida acción de voltear la mirada hacia otro lado.
—Yeik ¿Te sucede algo? Te noto un poco extraño.
Pero lo único que obtuvo como respuesta fue un silencio apático. Arlet, entonces, perdió el espíritu positivo que llevaba con ella y decidió abrazar a su libro negro, a su vez que apartó la vista hacia el suelo:
—Lo... lo siento, Yeik. Solo preguntaba.
—Es complicado de explicar, Arlet —dijo el de pelo azul—. No es personal.
—No te preocupes —insistió la muchachita—. No tienes por qué hacerlo.
Continuaron caminando. Al parecer iban a completar su camino hacia la academia en un eterno e incómodo silencio. Pero lo que Arlet no sabía, era que Yeik estaba desatando una enorme batalla en su mente. Y cuando esa batalla terminó, se detuvo en seco y dijo con total seriedad aquello que iba a determinar cómo continuaría su camino para recuperar a Yésika.
Y, quién sabe, quizás también para determinar el resto de su vida:
—Ya no podemos seguir viéndonos.
Arlet tuvo que deternerse repentinamente. Su rostro no mostraba más que desconcierto cuando observó que Yeik no mostraba ninguna mueca que indicara que estaba bromeando.
—¿Qué...? ¿Cómo? Creo que no... comprendo...
—Por favor, Arlet. Sé que sí lo comprendes —dijo el de cabellos azules cerrando los ojos y frunciendo el ceño, como si le costaran las palabras—. No hagas esto más difícil de lo que es