Otra vez estaba allí.
Ya había perdido la cuenta de todas veces consecutivas que había estado en ese oscuro lugar, bajo la débil luz que proporcionaba el foco. Por lo general iba para aprender más sobre esos libros extraños, aunque ya había comenzado a practicar; en algunas ocaciones realizaba ciertas "ofrendas" con tal de comprobar la vercidad de algunos de esos párrafos.
Pero esta vez iba a ser diferente. Esta vez fue diferente. Esta vez ya no iba únicamente a leer un par de textos.
Exactamente al frente de ella, en el suelo, un libro reposaba abierto sobre la base de una biblioteca. Y lo observaba. Lo observaba fijamente y sin la intención de sacarle los ojos de encima, quizás porque era todo lo que le quedaba. La muchacha estaba agitada, casi exhausta, con sus antebrazos cortados y ensangrentados producto de una pequeña, fina y victimaria cuchilla que reposaba en una de sus manos. Por último, sus brazos se apoyaban débilmente sobre sus piernas, lo que permitía que la sangre se escurriera hacia sus dedos y cayera al suelo.
El silencio de esa habitación era atroz, cargado de tragedias y de lamentos que se traducían en el ruido seco de las gotas de sangre, las cuales caían sobre un charco rojo que rodeaba a la pequeña Arlet:
—¿Sabes...? Mi vida fue una mierda.
Pero nadie contestó. Entonces, sin apartar su espeluznante mirada de aquel libro, continuó con su confesión:
—Jamás fui querida. Ni aceptada. Ni antes de existir, ni antes de nacer, ni en vida. Y tampoco tuve siquiera la posibilidad de evitarlo.
Una dolorosa herida de su alma volvía a abrirse. Y para tapar ese incurable dolor, apoyó con fuerza la pequeña cuchilla sobre su antebrazo izquierdo y comenzó a atravesar lentamente cada una de las llagas, que no habían coagulado ni un poco:
—Yo no debería haber existido. Soy un error. Soy el producto y desperdicio del deseo de placer de un inmundo empresario corrupto y de una prostituta barata y drogadicta. Incluso iban a matarme. Iban a abortarme para no interrumpir sus mugrientas vidas, pero a pesar de su afán para que no viera la luz del sol, nací luego de un intento fallido de aborto.
Cuando menos lo había pensado, sus ojos se encontraban humedecidos y totalmente desbordados:
—No... no lo entiendo... ¿Por qué no morí antes de nacer? No es justo.
Así, Arlet llegó con la pieza de metal hasta la muñeca y se detuvo. Luego de que su brazo quedara a carne viva, lo contempló por unos segundos para seguir con la mirada el recorrido de la sangre. Esta comenzó a gotear más rápido cuando llegaba a sus dedos.
De todas formas, no era suficiente. Tomó la chapa con su otra mano y prosiguió a dejar igual su brazo derecho:
—Ese pedazo de carne penetrada por más mil hombres, quien dice ser mi "madre", jamás quiso hacerse cargo de mí. Solo se aprovechó de la situación y amenazó con delatar a ese gordo abusador y explotador que dice ser mi "padre". Porque claro, él era millonario ¿Qué le costaba?
Ella hizo silencio y continuó con su labor. El leve sonido que hacía su piel al ser cortada la serenaba; le hacía tener más conciencia de su cuerpo que de su moribunda alma. Y una vez que llegó hasta su muñeca y dejó su otro brazo a carne viva, dejó reposar el objeto metálico sobre su sangrienta mano, que goteaba cada vez más:
—¿Por qué no me dejaron en un orfanato? Quizás tenía un poco de suerte y me tocaba una familia de verdad.
Repentinamente quedó inmóvil. Con la misma mirada inquietante que no se apartaba del libro, Arlet comenzó a temblar con su cuerpo entero mientras una sonrisa ajena se apoderaba de ella:
—Es curioso ¿No, pequeña Arlet? ¿Cómo puedes llegar a decir que es una tragedia que tus propios padres te hayan criado? —dijo ella, a punto de estallar de la risa—. Eres una desagradecida y con razón tus padres jamás quisieron criarte. Ellos sabían que ibas a ser una carga para ellos desde un principio ¡Tú deberías ser rechazada para siempre!
Una risa desaforada salió repentinamente de su interior y se mantuvo por unos minutos. Y durante ese tiempo, la muchachita sintió una extraña pero liberadora y reconfortante sensación. Sin embargo, no duró por mucho; una vez que se quedó sin fuerza y sin aire para continuar, se calló inmediatamente y retomó su anterior estado de ánimo:
—Ellos no querían criarme. Y tampoco lo hicieron. Jamás me criaron. Jamás aceptaron mi llegada a este mundo. Mi padre accedió a darme una casa, dinero para estudiar y todos los caprichos que quisiera con la condición de compartir los lujos con la perra de mi madre, para que cuide de mí —. Hizo una pausa. Lo pensó mejor y dio una pequeña carcajada vacía—. "Cuidar de mí".
Arlet hizo silencio para chequear su entorno: tanto sus oídos como la sensibilidad de sus dedos le dieron aviso de que la sangre estaba goteando con más lentitud.
Eso no era suficiente. Ella necesitaba más.
Pero sus brazos estaban al límite, y si continuaba, no iba a tener las fuerzas suficientes para sostener la pequeña cuchilla. Entonces, sin más opciones, estiró sus piernas y comenzó a cortarse los muslos sin seguir patrón alguno, empezando concretamente por el muslo derecho: