Era un día nublado en San Ángelo, un pequeño país, que se localizaba al norte de la Oceanía, asentado en el Archipiélago de San Ángelo. La nación, conformada hacía no mucho tiempo atrás, tenía como principal actividad económica la pesca, que ocupaba a más de la mitad de su fuerza laboral, y la comercialización de los frutos del mar le generaba muy buenos ingresos al Estado. No era un país muy fértil, por lo cual tenían que importar gran parte de los alimentos necesarios para la subsistencia de su población, a pesar de que se practicaba la cría de ganado caprino, y la siembra de varios tubérculos y hortalizas, a menor escala.
Su capital, la ciudad de Santa Leah, se encuentra ubicada en la isla del mismo nombre, que comprende a su vez a la Provincia de Santa Leah. Era el centro poblado más desarrollado del país, cuna de sus industrias y sede de los recintos del Gobierno Central, sin embargo, era la ciudad que contaba con la menor población de aquella república, debido a que sus habitantes -por dictámen de la Ley de División- eran personas que tenían los ojos de color verde, y el mismo era un rasgo muy poco común.
La isla de Santa Leah estaba rodeada por tres islotes, llamados Larkus, Slokor y Dorfan. El primero de ellos se ubicaba en la costa norte, cerca de la costa, pero se trataba de un peñasco, de buena altura, por lo que era prácticamente inútil; con respecto al islote de Slokor, se localizaba al sureste de la isla principal, y servía como enclave para el puente que conectaba a ésta con la Isla de Santa Catalina. Dorfan, por su parte, era una isla muy pequeña, ubicada al suroeste de la Isla de Santa Leah, aunque estaba muy apartada, y solamente se podía llegar a ella viajando en embarcaciones; ésa fue la razón por la cual dicho lugar fue elegido para ser la sede de la Prisión de Máxima Seguridad de San Ángelo, como medida para evitar que sus reos intentasen escapar de allí
Un evento de gran trascendencia se estaba llevanda a cabo en aquella prisión, sin embargo, no se trataba de nada bueno, es más, era algo que solamente presagiaba desgracias en la vida de las personas que eran afectadas directa o indirectamente por éste hecho.
Esto se debía a que uno de los convictos más temidos y peligrosos de toda la prisión había sido indultado por el director de la cárcel, por un supuesto buen comportamiento -que todos sabían que no era así, pues era el líder de la cárcel-, todo gracias a la influencia de ése hombre. Su nombre era Ian Mc Keller, era un ladrón profesional de bancos y uno de los asesinos más despiadados del país, por lo que era temido y respetado por todos los que estaban condenados a pagar condena en ése lugar.
Mientras era guiado a la salida de la cárcel, escoltado por dos guardias, los demás presos le gritaban un sin fin de obscenidades, entretanto, él simplemente se limitaba a sonreír, burlándose de ellos, porque sabía que ya no tendría que volver a verlos nunca más. Cuando se abrió la reja de la prisión, lo primero que ése joven vio fue a dos hombres de edad madura, que lo esperaban al otro lado de la calle y caminó hacia ellos a paso relajado, para luego saludar a uno de ellos:
—¿Qué tal te va, Van Slyke?
Van Slyke era un hombre de unos cuarenta años, de cabello rubio oscuro, ojos verdes, piel blanca, bien cuidada, de un metro setenta y cuatro de estatura. Vestía un traje de color blanco, que hacía notar a cualquiera que era serio y estricto; le respondió al ex convicto, con tono cortante:
—Déjate de juegos, Mc Keller, te contraté para algo muy serio.
—De acuerdo —bufó el joven, fastidiado—. ¿A quién se supone que debo enviar al otro lado?
—A éste sujeto —le dijo el otro hombre, mientras le entregaba un sobre manila, que contenía varios papeles, con los datos que tenía de esa persona—. Es peligroso, debe tener cuidado con él.
—Pero a mí me parece inofensivo, no es más que un muchacho —dijo Ian, al darle una lectura rápida a los documentos que contenía el mismo, un poco extrañado.
—No todo es lo que aparenta ser —comentó Van Slyke, a la vez que se dibujaba una sonrisa maliciosa en su rostro, y añadió—. Si fuera así, tú serías una persona seria y no un vulgar ladrón y asesino.
—¡Basta, Van Slyke! —replicó el chico, ya que esas cosas le incomodaban, para después preguntar—. ¿Usa lentes de contacto?
—No, así son sus ojos en verdad —respondió el hombre, con tono muy serio.
—Eso quiere decir que es un poseedor de la "maldición" —concluyó Ian, un tanto intrigado por lo que le dijera el Acaide, un momento atrás.
—Sí, así es —confirmó éste, un momento después.
—No se preocupen, acabaré con el fenómeno de circo—aseguró él, muy confiado.
—Eso espero —recalcó Van Slyke, irritado—. Te pagué una fortuna para que lo hagas.
Entonces Ian estrechó la mano de ambos hombres, no obstante, no pudo evitar dos cosas mientras lo hacía: fijarse en que el acompañante de Van Slyke tenía una prótesis metálica de uno de sus brazos, y que, además de eso, también portaba un arma y una placa de policía con él, por lo que preguntó:
—¿Acaso no se puede encargar usted del asunto?
—¿A qué te refieres con eso, imbécil? —preguntó a su vez el sujeto que acompañaba a Van Slyke, contrariado.
—Pues, no sé... Digo, como es un policía.
—Eso no es algo que te tenga que importar —espetó ése hombre, que no era otro que Jacob Fitzpatrick.
—Dejemos así entonces —dijo Ian, más relajado, pues no quería que su empleador llegara a enojarse por causa de sus imprudencias—. ¡Siempre quise conocer América! Es algo así como visitar el paraíso.
Dicho ésto, revisó los papeles que le habían entregado, entre los que se encontró con un boleto de avión, un pasaporte y diez mil dólares en efectivo. Se marchó de allí a paso relajado, dejando a Van Slyke y a Fitzpatrick solos, por lo que el Jefe de la Policía Central preguntó:
—¿Ése tipo es confiable?
—Es un charlatán y un pedante, pero también es bueno en lo que hace —le comentó el Director de aquella prisión, con voz serena.
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Editado: 16.06.2025