La vida de al lado

CAPÍTULO 3: «HAY ALGO QUE ME SIGUE»

Volteé por quinta vez con cautela mientras esperaba no encontrarme con la bestia de antes. Apenas había transcurrido poco menos de veinte minutos y el profesor Lois estaba en el asiento de adelante, enfrascado en una plácida conversación con el chófer del taxi mientras yo escuchaba los comentarios que iban y venían acerca del clima, la moneda que hasta hacía poco lograba estabilizarse y del evento que organizaría el museo el próximo mes.

Recargué la cabeza contra la ventanilla del auto y pegué la frente al vidrio para distraerme con las luces de la carretera. El frío viento de la noche se colaba por una pequeña rendija y me cubrí hasta el cuello con el chaleco que el profesor me tendió poco después del shock en el que me encontró.

Apenas había pronunciado palabra alguna desde que nos montamos al vehículo: él estaba absorto en la charla con el conductor, aparente aficionado a las reliquias; y yo, demasiado perturbada todavía como para querer hacer parte del club; sin embargo, me percaté del vistazo que daba a través del espejo en mi dirección. A esas alturas ya había dejado de temblar y el corazón desbocado retomaba su ritmo normal; la visión comenzaba a difuminarse y el agotamiento producto de la experiencia me hacía querer cerrar los ojos, arrullada por el leve rugido del motor y la vibración de las llantas.

Sé que me adormilé en algún momento, porque desperté del umbral del mundo de los sueños con un salto: ¿era aquel ser el que vi con el rabillo del ojo? La sombra en mi mente se escabulló tan rápido como llegó, de vuelta a la penumbra que volvía difusos los recuerdos.

—¿Está bien? —Nos habíamos detenido; el profesor Lois se giró y me rodeó el brazo con la mano. Asentí.

—Sí, señor —dije mientras simulaba un bostezo—. Sentí que me caía.

Lois sonrió satisfecho por la respuesta y se reacomodó en el asiento antes de volverse hacia el chófer, le entregó un par de billetes y se bajó del auto el primero, para abrir luego mi puerta.

—Señorita Brun. —Hizo el amago de tender su mano, pero desistió en el último instante—. Gracias, caballero —le dijo al conductor cuando este arrancó.

Se ofreció a cargar con el maletín que había traído de su oficina, pero el color se adueñó de mi rostro: ya hacía más de lo que le correspondía como maestro, que pretendiera llevar mis cosas era excesivo de mi parte. Decliné la propuesta un simple «gracias» al cual respondió con una estirada sonrisa de cortesía, estiró la mano hacia la entrada del restaurante y caminó detrás de mí.

El aire se llenó de los olores de las especias y el picante: era un establecimiento nuevo de comida tailandesa del que había escuchado hablar y en el que jamás me habría imaginado; y entendí por qué el camarero que se nos acercó saludó de nombre al profesor y le guio con elegancia por el intrincado pasadizo que formaban las mesas en el salón, organizadas de tal manera como si solo se pudiera acceder a ellas con autorización. Di una rápida mirada al profesor: lucía un corbatín café a juego con el chaleco que me había dado sobre la camisa blanca sin ninguna mancha, abotonada por completo; los lentes, pulidos a conciencia y un reloj que fácilmente podría costearme un semestre en la universidad. Claro que le iban a conocer en este restaurante. En cambio yo, con los pantalones por la pantorrilla y varios remiendos en la blusa, tenía el aspecto de alguien que se hubiera perdido; no obstante, no me dejaría intimidar, ¡menos con esa pareja de la esquina que no hacía más que reírse al voltear hacia nosotros! Alcé el mentón y apreté el maletín contra mi pecho mientras seguía al profesor en silencio, respondiendo solo lo justo a sus preguntas.

—¿Ha probado la comida tailandesa?

—No, señor —dije tras debatirme si contestar con la verdad. Corrió una acolchada silla hacia atrás para que pudiera sentarme y la acomodó; había escogido una mesa circular en el centro del salón donde la luz era más brillante, flanqueada un pequeño muro de plantas artificiales y ya nos esperaba otro mesero con tres botellas dentro de una cubeta repleta de hielos y un par de copas delgadas.

Aquel que nos había recibido colocaba un perchero en el que colgó el maletín del profesor y acercó la mano al mío, que dudé unos segundos en entregarlo hasta que los ojos de Lois se cruzaron con los míos y cedí, temiendo destacar más por ir en contra de la fina costumbre.

—¿Champán? —El segundo mesero le tendió una de ellas y el profesor hizo un gesto de aprobación.

—¿Bebe, señorita Brun?

—Sí, señor. —Llenó la copa hasta la mitad y nos entregó la carta. Despacio, abrí en la primera sección, y tuve que apretar la boca para que el champán no se me escurriera por entre los labios. ¡El plato más económico costaba casi la mitad del alquiler!

El profesor bajó la mirada a su carta y no tardó mucho para que se dirigiera al camarero de la entrada:

—Un Hung Lay, por favor. —Luego fijó su atención en mí y sonrió—. ¿Ha probado el pato?

Negué en silencio, con los dedos enterrados en el menú y el cuerpo como si estuviera hecho de piedra. El profesor revisó los platillos por segunda vez y me señaló uno de ellos, «Pato Tamarindo». No parecía nada extraño en comparación con el resto de los nombres ininteligibles y nuevos para mí hasta ese momento.

—No mire el precio, señorita Brun —dijo, atrapándome mientras tanteaba mis bolsillos en busca de algo de efectivo. ¿Para qué me esforzaba?, tenía a duras penas lo suficiente para el transporte de regreso. Volvió con el camarero y le indicó el plato que me había mostrado—. Gracias.

El mesero hizo una breve venia y se retiró.

—Profesor, no puedo aceptar esto. No tengo cómo pagárselo, tendría que hacer cientos de investigaciones para devolverle la mitad del dinero.

Al escucharme, el profesor soltó una carcajada que me tomó desprevenida y desvié la mirada a otro punto lejano, justo sobre los pilares de ladrillo en forma de reloj de rena.




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